Es cotidiana y generalizada la declaración de amor a la patria. Casi que es un ritual de los colombianos, al levantarse, al salir de casa y al acostarse. Es como persignarse y encomendarse a Dios, a la Virgen o a cualquier santo, para los creyentes. En todo acto de posesión se asume un compromiso con la patria. “Que Dios y la patria os lo premien, o si no que Él y ella os lo demanden”, reza el juramento institucional. En la apertura o terminación de los actos solemnes es protocolario escuchar y entonar el himno nacional como reafirmación del sentimiento patriótico. La izada de la bandera nacional es deber ciudadano en los días conmemorativos de las gestas históricas. Los políticos en sus discursos le declaran su amor a Colombia con resonante emoción. También los militares. Cuando en los establecimientos de educación estaba incluida la asignatura de historia en la enseñanza, había una narrativa de exaltación de los hechos con que se tejió la nación.
Sin embargo, ese fervor patriótico, esa entrega con encumbrado afecto, ese lenguaje de adhesión a la causa de la defensa de la nación en todo lo que configura su soberanía, su dignidad, el conjunto integral de sus intereses, la seguridad existencial de sus habitantes, sus principios democráticos, parecen no contar para quienes deciden el rumbo de la nación.
Puede afirmarse con certeza que el amor que le declaran a Colombia quienes la gobiernan es una farsa, un amor contradicho. Ese amor que confiesan lo anulan con sus actos, cuando obstruyen la justicia, cuando se hacen actores o cómplices de la corrupción, cuando propagan mentiras para engañar, o se ponen del lado de quienes despojan a los campesinos de sus tierras.
No se quiere a Colombia cuando se es indiferente ante las masacres y el asesinato de líderes sociales, defensores de los derechos humanos o ciudadanos indefensos.
¿Cómo puede decirse que se quiere a Colombia cuando se sostienen políticas que contrarían los intereses del pueblo y se privilegia a los que más tienen?
A pesar de todas las normas de la Constitución de 1991, las condiciones de vida de los colombianos son de estrecheces. Predomina la pobreza y la frustración es generalizada. Lo cual les importa poco a los que mandan y se trata de maquillar la situación con mitigaciones frágiles. En cambio, se les ofrecen ventajas especiales a empresas extranjeras hasta con la potestad de aniquilar los recursos naturales, como puede ocurrir con el páramo de Santurbán y otros ecosistemas de su entorno.
Una muestra del mentiroso amor a Colombia es el bochornoso episodio del entrampamiento para pescar a “Santrich” como narcotraficante y en lo cual podría tener responsabilidad el exfiscal Néstor Humberto Martínez. Hasta ese descarrilamiento ha llegado el amor que se dice profesarle a Colombia.
Puntada
¿A qué premio les estarán apostando los “inconformes” que juegan a la revocatoria del alcalde Jairo Yáñez?