Al comenzar otro período de sesiones del Congreso de la República este veinte de julio, vale la pena recordar algunos aspectos históricos o curiosos relacionados con la accidentada construcción de la más importante edificación civil construida entre los siglos XIX y XX, el Capitolio Nacional.
En esta imponente construcción que hace parte del conjunto arquitectónico de la Plaza de Bolívar, en Bogotá, se han generado durante décadas miles de leyes que han marcado el rumbo de Colombia. Allí se han suscitado grandes debates políticos y económicos; es en ese lugar donde laboran 108 senadores de la República y 172 representantes a la Cámara, muchos de ellos cuestionados por presuntos problemas de corrupción y otros, ovacionados por la defensa y proclama de normas y proyectos que piensan en el devenir de la población, sobre todo la menos favorecida.
Una Ley de 1846 dispuso la construcción del Capitolio Nacional y un año después, en un acto solemne, se colocó la primera piedra. La idea inicial era que los poderes ejecutivo, legislativo y judicial compartieran un conjunto arquitectónico único e imponente. También se contempló la construcción de la casa privada del presidente de la República. Algunas de las instituciones más importantes de la Corona española durante la época de la Colonia funcionaron en el lugar donde se erigió el edificio del Congreso de la República: el Palacio del Virrey, la Real Audiencia, el Tribunal de Cuentas, la Caja Real y la Cárcel Mayor. En ese sitio, según el libro “El Congreso de la República de Colombia ayer y hoy”, también había una chichería, una modesta tienda en la que se vendía esta típica bebida de maíz.
El general Tomás Cipriano de Mosquera, estadista liberal, diplomático, cuatro veces presidente de la República y enamorado del sistema parlamentario inglés, fue el principal promotor de la construcción del Capitolio. Su sueño era que allí funcionara una Cámara (como la de los Comuneros) y un Senado (al estilo de la Cámara de los Lores).
El danés Thomas Reed fue contratado por el gobierno de Mosquera para dirigir el proyecto. Este arquitecto fue quien le dio el nombre de Capitolio Nacional para asimilarlo con la denominación que en la antigua Roma se le daba a la sede del Senado. Las dificultades presupuestales, los cambios en los planos originales y los criterios de cerca de diez arquitectos que dirigieron la obra, hicieron que su construcción se prolongara durante casi ochenta años. Por esta demora, los bogotanos identificaban al Capitolio como: “El enfermo de piedra.”
Luego de varias guerras, diferentes constituciones, muchos alzamientos militares y cerca de 30 jefes de Estado, la edificación (terminada en su totalidad) fue inaugurada en 1926 por el presidente conservador Miguel Abadía Méndez. Según expertos, su estilo ecléctico reúne influencias arquitectónicas de tipo jónico, neoclásico y renacentista.
Para la construcción de sus fachadas, columnas y paredes externas se utilizaron materiales extraídos de canteras cercanas a Bogotá, en especial, piedra rubia. Diferentes esculturas de concreto se destacan en la parte más alta del Capitolio. Entre ellas, están los grifos; cuatro figuras mitológicas (mitad león y mitad águila) las cuales simbolizan la moral, las buenas costumbres, la fuerza y la ley.
En 1997, mientras se adelantaban tareas de restauración, fueron hallados vestigios de construcciones coloniales. Por esa razón, el área de veinte mil metros cuadrados en la que está erigido el Capitolio tiene el carácter de zona arqueológica. El 11 de agosto de 1975, mediante Decreto 1584, fue declarado monumento nacional. Allí he estado en varias ocasiones, algunas como invitado a diferentes debates, otras como conferencista en temas de interés general; pero la que más me impactó fue como historiador y miembro del Archivo General, porque a pesar de las malas prácticas que ocurren dentro de esta joya arquitectónica, no deja de ser orgullo de nuestra nación.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en: http://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion