Se acaba de cumplir un nuevo aniversario del asesinato del más grande caudillo que ha tenido Colombia, el jefe liberal Jorge Eliécer Gaitán, cuya muerte produjo el más grande estallido de ira popular, que marcó el inicio de la época de la violencia, que todavía afrontamos los colombianos y que permanece en la total impunidad, a pesar de que por los organismos de seguridad e investigación han desfilado dirigentes de ambos partidos, que han sido incapaces de descubrir a los promotores del magnicidio.
Pocos colombianos que presenciamos el levantamiento popular sobrevivimos todavía, pues se requiere tener más de setenta años para haber presenciado y vivido “el bogotazo”, que es famoso en los libros de historia y en la memoria de quienes quieren investigar los orígenes de la pesadilla que hemos vivido los colombianos.
Yo era un niño que se preparaba para ir al colegio cuando se anunció la muerte de Gaitán. Mi padre, que era el jefe de la agencia de noticias UPI, estaba a pocos pasos del crimen y fue el único que transmitió la noticia al exterior. Poco después se interrumpieron las comunicaciones, que eran atendidas por una empresa norteamericana y sólo se restablecieron varios días después.
Mi padre presenció el linchamiento del asesino, Juan Roa Sierra, quien alcanzó a pedir perdón, invocar a la Virgen Santísima y recibir varios golpes de los lustrabotas, antes de morir detrás del mostrador de la Droguería Granada, donde se había refugiado apenas cometió el crimen. De allí fue sacado por el cabo Jiménez, un policía que luego trabajó en el semanario de mi padre, Clarín, el cual desapareció gracias a la censura previa que estableció el gobierno conservador. Una de las primeras víctimas de la sublevación popular fue el capitán Serpa, padre de historiador amigo, quien murió cuando comandaba los tanques que fueron a defender el Palacio presidencial.
La furia popular se convirtió, gracias al exagerado consumo del licor sustraído de los almacenes, en saqueo generalizado del comercio. Yo presencié, recuerdo, a saqueador que llevaba en los hombros un conmutador telefónico, que robó pensando que era muy valioso. Miles de saqueadores penetraron en los almacenes y sustrajeron desde licores y comida hasta sacos de pieles, que fueron recuperados luego por las autoridades, que recorrieron toda la ciudad buscando los objetos robados, los cuales recibieron el apodo de “nuevecitos”, para indicar que eran producto de los saqueos al comercio del centro de la ciudad, que fue quemado y destruido.
Aunque se trajo hasta una delegación de Scotland Yard no se descubrió a los autores intelectuales del magnicidio. En una oportunidad, el expresidente Gustavo Rojas Pinilla sostuvo que revelaría la verdad del crimen, pero esta es la hora que la oferta sigue en el misterio. Otro personaje, un hijo de Laureano Gómez, Enrique, dijo que el asesino había obrado por rabia porque Gaitán le ofreció, y no cumplió, la promesa de conseguirle puesto. Otra mentira. Si los dos sabían la verdad, no la revelaron y el crimen de abril sigue en el misterio. No creo que sabremos nunca la verdad, como ocurre en todos los magnicidios. Ya es muy tarde para que alguien hable. Aunque no pierdo las esperanzas. GPT