Octubre es un mes distinto, una lámpara que anuncia la vocación de espejo del tiempo, con reflejos de cambio, que corta en dos -sin ser mitad- el año y se mete ruidoso en las costumbres para inducir la navidad.
En el quicio de la puerta de los hogares comienza a aventurar la ceniza que se aviva con su aire fresco, se cambian los objetos, se abre la vitrina vieja que guarda cosas, pesebres, casitas y un desfile de animalitos y pastores; se van recordando los nombres de amigos, de parientes, y en los labios se dibuja una canción que va más allá de la luna, para encontrarse con lo que queda del amor.
Es la esperanza de canjear la ausencia por un canto a la ternura de las manos, de alargarlas hacia la caricia o, al menos, al recuerdo que hace revivir los anhelos y marca las rutas de la sangre reciclada en el corazón: brotan en los ojos las estrellas…en millares de sueños.
Las estaciones de los días, rezagadas en los meses de antesala, se van abriendo a propósito, para contar en su soledad de pasado las viejas nostalgias que, lentas, se aclimatan en el otoño de invierno que germina en diciembre.
Aunque ahora no poseen aquella dignidad de lentitud, de paso de tortuga de antes, o de baba de caracol, ancestral de la tradición, las arrugas de los recuerdos, hermosos y antiguos, se pueden sembrar en el refugio de voces de los abuelos tiernos.
Aguzando el oído, en la lejanía se escuchan ecos, retazos de abrazos perdidos, pájaros que tocan cuernos, faros de luces que se alzan en el horizonte, palabras desbordantes de melancolía que desfilan por la verdad pretérita de haber sido sonoros: octubre es un encanto.