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El exilio
En el pasillo de la continuidad se llega a las salas de exposición y a la salida del museo.
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Viernes, 25 de Agosto de 2017

El Museo Judío de Berlín, diseñado por el arquitecto Daniel Libenskind, en su momento produjo un gran debate porque no desarrolló el típico museo de salas de exposición, sino que la estructura misma y sus circulaciones recuerdan la solución final que el nazismo impuso a los judíos; hizo a la estructura, exposición misma. En su exterior, las ventanas imitan rasguños, como las que producían las víctimas en las cámaras de gas. Tres ejes cruzados de circulación se refieren a fases del pueblo judío en Alemania durante el período hitleriano: el exilio, el holocausto y la esperanza de la continuidad por la supervivencia. El más impresionante es el del holocausto, que no tiene salida en un pasillo que se va angostando y termina en la torre del holocausto, donde hay un espacio de varios pisos de alto, oscuro, frío y con una puerta metálica que al cerrarse hace un espantoso sonido de algo concluyente. En el pasillo de la continuidad se llega a las salas de exposición y a la salida del museo.

Pero para los hombres de hoy, el pasillo del exilio es el que más rememoramos, cada vez que vemos inmigrantes por guerra como en Siria, o por hambre como en Venezuela. El pasillo del exilio de Libenskind va en ascenso y termina en una terraza cuadrada llena de columnas de base cuadrada con poco espacio entre ellas. Es como un móvil de juego. Toda la estructura está inclinada y cuando Usted se monta en ella siente que se cae, por lo que debe recostarse incomodo sobre una columna notando la presión de las otras columnas. Si se quiere avanzar se deben tomar fuerzas porque es un ejercicio difícil. Este pasillo muestra lo que es un exiliado; una persona que dejó su tierra, sus amigos, sus raíces y se aventuró a ir a otra tierra donde se siente el dolor de lo dejado, si le va bien, y la dificultad inaudita de avanzar, si lo tratan mal.

En Latinoamérica, Colombia ha sido el gran exportador de gente, sin contar los desplazados internos que son millones, pues su sistema siempre ha generado pobreza. Hemos sido vilipendiados, abusados, rechazados en algunas partes y todavía hoy vemos como un troglodita como Maduro lo saca a relucir cada vez que puede. El problema es que, en las diásporas, se va lo bueno, lo malo y lo feo de cada país, pero como en las familias, hay que recibir a todos e ir ajustando las cargas, con mucho control y mucho amor como dice Blades. Pero considerar, como está pasando hoy en Colombia y otros países que todos son malos, solo muestra la estupidez y el miedo a lo diferente, y hace a los inmigrantes recordar que están en un sitio incomodo, donde avanzar requiere un gran esfuerzo y nunca van a tener equilibrio.

Rechazar a un inmigrante es un acto de egoísmo mezclado con incapacidad, que solo hace que los errores históricos se repitan. En América Andina a todos nos une no solo un mismo origen, sino un mismo modelo estado extractivo, donde elites gobernantes de derecha o izquierda, con apoyo militar, extraen rentas de la nación para privatizarlas en manos de una nomenklatura o autocracia. Somos hermanos de una misma enfermedad. Pero mientras nuestros gobernantes se hacen grandes amigos como Santos y Maduro en su momento, los pueblos nos atacamos. Esta diáspora venezolana es la gran oportunidad para crear una unión andina de pueblos que busquen cambiar esos modelos excluyentes y crear verdaderas democracias. Al final de la segunda guerra mundial, franceses, ingleses y alemanes se obligaron a residir al menos un año en un país distinto al de nacimiento, uno del que había sido enemigo, para terminar los odios; esos muchachos fueron los arquitectos de la Unión Europea. No rechace un inmigrante, únase a su dolor que es el mismo suyo, como en otro momento lo sabrá.

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