LA medida que van ingresando los muertos a la mansión de la eternidad, se les van devolviendo sus pertenencias, algo así como cuando sale un recluso y le entregan las cosas personales que depositó al entrar.
Porque la vida es una medida provisional de todo, sin ninguna consistencia distinta a la de ser una sombra que se cuela con el viento en los rincones mortales, pasajeros, para evolucionar hasta su esencia.
La muerte posee una majestad absoluta, fundamentada en el fondo azul de esa esperanza que brota en la lucidez que tenemos, de vez en cuando, y nos hace libres en el pensamiento.
Y pasea por la casa, aunque no la veamos, se sienta en el mejor sillón, hojea los libros, se detiene ante la magia de cualquier aria bonita de ópera y, luego de mirar las matas, se aleja para decidir cuándo retornará.
Pero deja pistas de sus fantasías, que son los sueños infiltrados en la consciencia, para voltear la placidez de la serenidad, ampliar la gama del tiempo y esconderse en ese espacio incógnito que sólo existe en el infinito.
La muerte va trepando en la enredadera fantasmal que crece en el aire del hogar, se va hilando, a veces duerme silenciosa sus nostalgias y se despierta cuando el sol nuevo anuncia, otra vez, la pesadilla.
Es liviana y acuciosa, tiene la suspicacia de un pájaro y la magia que corta los ciclos secretos del destino, para hallar la convergencia de los caminos y optar por el de morir, cuando cada quien se lo merezca.