El mensaje del papa Francisco de hace 8 días, abogando por la justicia social, con motivo del IV Congreso Mundial de Movimientos Populares, fue oportuno y contundente, en referencia a la despiadada máquina del capitalismo, los perjuicios ambientales, y la pobreza predominante en el mundo. Entre otras cosas, pidió reflexión y acción a gobiernos, políticos, empresas y líderes religiosos. Las preocupaciones del Papa reflejan su autenticidad, interpretando el Evangelio bajo la realidad del siglo XXI, y anticipando nefastas proyecciones si no optamos por cambios sustanciales.
Hablar de un salario mínimo universal, la condonación de la deuda de los países pobres, la necesidad de parar la agresión neocolonialista de las naciones industrializadas y la explotación minera de las multinacionales, y solicitar la liberación de patentes para las vacunas del Covid19, son peticiones que aterrizan el mensaje cristiano. Si se prefiere, actualizaciones de la Teología de la Liberación, ese movimiento de los sesenta que lideraron en América Latina clérigos como Hélder Cámara, Camilo Torres, Gustavo Gutiérrez, Ernesto Cardenal, y Leonardo Boff, y que tanto persiguió Joseph Ratzinger, el cardenal que se convirtió en Benedicto XVI, siguiendo las paradojas de la Iglesia.
Al papa Francisco le acompañan razón y verdad. Pero infortunadamente, su mensaje llega a oídos sordos. No sorprende que, en Wall Street, la bolsa de Frankfurt, el FMI y el Banco Mundial, así como entre empresarios y políticos de la derecha colombiana, las expresiones del pontífice molesten y sean rechazadas. Poco les importa que en el mundo haya 2.800 millones de personas viviendo con menos de 2 dólares al día, o que en Colombia tengamos 27 millones de pobres.
El papa Francisco manifestó que correspondía a Naciones Unidas, máxima entidad multilateral, liderar ese cambio global. Aunque así debe ser, las posibilidades son pocas, porque allí también hay intereses y oídos sordos, adobados por taras congénitas y elementos de bloqueo.
La ONU surgió después de la Segunda Guerra Mundial, que dejó 75 millones de muertes y develó el riesgo nuclear, probado en Hiroshima y Nagasaki. Se fijó dos metas fundamentales: preservar la paz y la seguridad internacional, y alcanzar el progreso de todos los pueblos. El primer objetivo se ha cumplido en cuanto que ha evitado una tercera guerra mundial, a pesar de no haber impedido numerosos conflictos regionales que han dejado millones de víctimas y alimentado la venta de armas. El segundo objetivo, el progreso de todos los pueblos, continúa siendo una vergüenza para la ONU, dadas las dificultades del Tercer Mundo, ese archipiélago de 130 países subdesarrollados al que pertenece Colombia.
No obstante los múltiples intentos de reforma, Naciones Unidas mantiene su estructura organizacional de hace 76 años. La manipulan los cinco grandes, con asiento permanente en el Consejo de Seguridad, sobre todo Estados Unidos, que la sostiene financieramente. Desde el comienzo se disociaron lo político y económico, por manera que el ECOSOC, o Consejo Económico y Social, el cuarto órgano en importancia, que debería atender la meta del progreso de todos los pueblos, quedó marginado porque se le despojó de autoridad y enmarcó como mero cuerpo consultivo, despejándoles el camino al Banco Mundial y el FMI, herramientas del capitalismo norteamericano. Ante la inercia del ECOSOC, han surgido diversas iniciativas de los países pobres, como la UNCTAD en 1964, o Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo, que terminó replicando las funciones del ECOSOC. Lo paradójico es que, en el organigrama de la ONU, tanto el Banco Mundial, como el FMI y la Organización Mundial del Comercio todavía están bajo la jurisdicción del ECOSOC.
Las palabras de Francisco I, en su grandeza de espíritu y humanismo, merecen un eco mundial y acciones inmediatas, muy por encima de la doble moral y los oídos sordos de quienes creyéndose cristianos, se comportan como idólatras del capital.