Sigue reinando una discusión interminable, en la cual sobran las emocionalidades y escasean los argumentos; donde la necesaria y democrática deliberación es sustituida por la descalificación del otro. El origen de esta situación está en el pecado original con el que nació el proceso de las negociaciones de paz, cuya impronta no hemos logrado superar. Se olvidó, el presidente Santos subestimó que los asuntos de la paz (y de la guerra) están en el corazón de la vida de la sociedad en su conjunto. Por ello, una negociación política no podía circunscribirse a conversaciones a puerta cerrada entre un pequeño grupo conformado más por la cercanía de sus miembros con Juan Manuel Santos, que por su representatividad de los diferentes grupos e intereses que con forman la variopinta realidad colombiana. Implicó el desconocimiento flagrante de la necesidad imperiosa de blindar ciudadanamente, democráticamente, la búsqueda de la paz, el asunto político por excelencia, que está en el origen mismo del Estado y de su autoridad.
Una vez verificada la intención o aspiración de las Farc a negociar, era necesario que esa posibilidad, que esa intención fuese presentada a los colombianos para, luego de un debate ciudadano amplio, llegar a un acuerdo de apoyo en la forma de un compromiso nacional con ella. La premisa fundamental era que esa búsqueda de la paz no podía ser ni excluyente ni partidista. En una palabra, que la paz solo si es un propósito, un compromiso de la nación, difícilmente se haría realidad, como se está viendo.
Es de lógica que logrado el respaldo ciudadano, el proceso de la negociación en sí, enmarcado en unos criterios previamente definidos democráticamente y refrendados por el voto popular, es tarea de los negociadores definidos por las partes, trabajando discretamente, alejados de los reflectores y micrófonos de los medios. La ausencia del acuerdo de inicio que debía ser refrendado por el voto ciudadano en una consulta previa, más la necesaria confidencialidad de la negociación, llevaron a que la ciudadanía como un todo, conservara el anhelo de paz pero sin sentirse involucrada, comprometida con ella; empezaron a percibirla como algo lejano, que no era con ellos.
La refrendación de lo acordado fue la última oportunidad de generar el apoyo ciudadano, que le había sido esquivo. Desafortunadamente el tema no se afrontó como una realidad que trasciende las fronteras partidistas y que acabaría por desnaturalizarse si se volvía bandera electoral, como en efecto sucedió. El no gana la votación y la falta de grandeza de las dirigencias que les impidió lograr un acuerdo salvador, llevó al país a la situación presente, con una paz amenazada y unas divisiones apasionadas que la ponen en serio peligro. La discusión de las objeciones presidenciales a la JEP es el más reciente aunque no necesariamente el último capítulo de una zaga de sueños, expectativas y frustraciones que en vez de suscitar unidad, cada vez alimenta más la división y la imposibilidad de hacer un alto en el camino para entender dónde y por qué estamos donde estamos. Parecería que con la discusión de sus observaciones, el Presidente Duque estaría propiciando la discusión final para superar la división; movida arri
esgada de pronóstico reservado.