Ahora que empezó un nuevo año escolar. Ahora que, en un atrevido reto a la pandemia, volvieron las clases presenciales. Ahora que las mamás descansarán de sus críos y sus berrinches. Ahora que los maestros y maestras volverán a encartarse con los “angelitos” ajenos. Ahora, no puedo menos que recordar mi primer día de escuela en Las Mercedes.
Para los que no saben geografía de la buena, les diré que Las Mercedes es un pueblo metido entre el monte, y que en mis años de infancia tenía sólo una calle larga, una plaza donde pastaban mulas y gallinas, una iglesia que era un ranchón de paja, y dos escuelas, una para niñas y otra para varones, donde sólo se cursaban tres grados, suficientes para uno aprender a leer, a sumar y restar, y que la tierra era redonda como una naranja y que vaca se escribe con v chiquita y burro con b larga. Gente trabajadora, eso sí. Hombres de pala y de machete. Y mujeres bonitas, que allí nunca han faltado.
Un camino largo y culebrero, por el que los arrieros atravesaban montañas y quebradas, era el único medio de comunicación con el mundo, que quedaba al otro lado de la cordillera. Pero siempre hubo, gracias a Dios, un cura, un corregidor y un maestro para los niños y una maestra para las niñas.
Cuando el progreso empezó a llegar al pueblo, instalaron dos aparatos misteriosos para nosotros: un telégrafo y un teléfono. Por el primero llegaban mensajes de rayas y puntos, que el telegrafista traducía al castellano: “Corregidor Las Mercedes dos puntos Maestro viaja esa viernes punto Preparen escuela y niños punto Secreducación”. A veces era una llamada. Por una línea llegaba la voz lejana de alguien que anunciaba la llegada del maestro, y el pueblo se alborotaba. Los papás querían que sus hijos estudiaran: “Para que no sean unos burros como nosotros”, decían. Y la llegada del maestro les hacía prever un mejor futuro para sus hijos, lejos de la pala y el machete.
El primer día de clases, por lo general el primer lunes de febrero, era de fiesta en el pueblo. Pero el entusiasmo de los papás no era el mismo de los pequeños, que veíamos en el maestro algo así como un ser extraordinario, que sabía mucho, pero que castigaba con férula o con rejo a los brutos y desobedientes.
Afortunadamente en mi caso, cuando llegué a la escuela, ya sabía leer y escribir, aunque nada de números. Mi mamá, con una mano en la cartilla y la otra en el rejo, se había encargado de sacarme de la oscuridad del analfabetismo. Llegué con la pizarra y el libro tercero de la alegría de leer en la mochila de dril, hecha de unos pantalones viejos de mi papá.
En la escuela todo era una algarabía: los pequeños lloraban, otros gritaban y los más grandes corrían por el patio y el salón, hasta que tronó la voz del maestro: “Si…len…cio…”. Todo, hasta la naturaleza, enmudeció. Vinieron las advertencias, los regaños y luego el remate, agitando en el
Cuando empezó a enseñar “la m con la a ma”, yo le dije que ya sabía leer, y cuando le leí de corrido, me lo eché al bolsillo. Jamás probé ferulazos por lectura y escritura. En cambio los probé hasta las lágrimas por las tablas de multiplicar.
Dicen que ahora los maestros no pueden castigar ni siquiera regañar a sus alumnos: Los demandan. ¡Con razón estamos como estamos! ¡Y no es por el covid 19!
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