El libro “seis años que cambiaron el mundo, la caída del imperio soviético”, de la historiadora y académica francesa, Hélène Carrère D’encausse, relata los acontecimientos en la Unión Soviética y su “imperio” oriental, desde la subida al poder como Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética y presidente del Presídium del Soviét Supremo en 1985, de Mijaíl Gorbachov, hasta la desaparición de ese modelo de gobierno popular, economía centralizada y estados satélites, en 1991.
Al llegar Gorbachov a la cumbre del poder soviético pudo comprobar el riesgo de destrucción violenta que podría tener un régimen que había llevado la economía al total colapso, que la dirigía una clase parasita y corrupta, llena de privilegios, conocida como la Nomenklatura (algo parecido a los boliburgueses de hoy), y que se mantenía por la fuerza de las armas, que se habían puesto al servicio del poder (que bien puede ser la fuerza armada nacional en la Venezuela de hoy). Gorbachov intentó aliviar la presión en esa olla a punto de estallar, abriendo un poco algunas válvulas del régimen, pero que en lo esencial lo mantenía incólume. Había tres grupos de poder en el seno de los máximos órganos de control de la Unión Soviética: la de los que Gorbachov llamaba “conservadores”, y la historia reconoce como estalinistas, quienes proponían “enmiendas cosméticas”, y exigían seguir la represión; los reformadores, que querían que se jugará al todo o nada; y la de los centristas que apoyaban reformas “atrevidas”, pero
que no cambiaran el régimen.
Una de las medidas que tomó Gorbachov fue elegir una Cámara de Diputados del Pueblo por elección popular, no muy limpia como todas las de ese tipo de regímenes, que aun así permitió acceder a algunos demócratas a ese órgano, aunque la mayoría la mantenía el partido comunista. Esa Cámara debería actuar como una constituyente y realizo su primer congreso en mayo de 1989, y en él, se intrigó para dejar por fuera de las directivas a los “indeseables”, que sin embargo, finalmente por la fuerte presión ejercida, pudieron entrar en ellas. Los diputados reformadores, que a la postre reventarían el régimen, se agruparon bajo la etiqueta de “grupo intrarregional”, y promovían el llamado programa de las cinco D: desmonopolización, descentralización, despartidización, desideologización y democratización. Si excluimos la despartidización, que se refería a que dejara de ser legal que el partido comunista se confundiera con el estado, ese sería un plan perfecto para la Colombia de hoy. Solo habría que cambiar despartidización por desarrollo.
La economía colombiana se considera extractiva porque considera válida (y lo respalda con “su” juridicidad) la existencia de monopolios y oligopolios, públicos y privados (que para este tipo de modelos da igual), que extraigan rentas de los ciudadanos. Basten los ejemplos de monopolio de Ecopetrol, y el cuasi-monopolio de Avianca. Desmonopolizar la economía es la forma de salir del subdesarrollo crónico y entrar en el camino del desarrollo, con un estado que no permita abusos de mercado, y un sector privado sano y creciendo sin “ayudas” públicas. La descentralización, eje de la Constitución colombiana de 1991, aún no se ha desarrollado, pues el régimen se sostiene mejor desde una férrea centralidad. Las cortes no dicen nada porque son parte del problema, no de la solución. El desarrollo es el único derecho que no se discute en el modelo izquierdista de estado social de derecho. Desideologizar poderes como el judicial, o la educación “sindicalizada”, es prerrequisito para hacernos un verdadero estado liberal.
Y lograr que la democracia liberal sea el modelo de estado que defendamos, es lo que impediría nuevas aventuras mamertas.
La Unión Soviética no existe desde 1991, pero sus lecciones siguen vivitas por estos lados del trópico.