Me gusta pensar en el olvido como una forma distinta de los supuestos del tiempo, algo así como un tesoro por recuperar, unas cenizas por encender otra vez, o como un duende que no se deja arrinconar.
En su historia hay cientos de cosas que una vez fueron fecundas emociones, terremotos íntimos que estremecieron el reposo del corazón, hasta extraer de él la esencia del recuerdo y pasarlo a la melancolía.
El camino nos anuncia que hay dispersas en el aire huellas de pájaros, que es necesario recorrerlas de nuevo, incluso para acceder a alturas a donde ni siquiera llegan con las alas, sino con la imaginación, para darle -al olvido- una faz que mantenga los sueños, con esa sensación de estar siempre vigentes.
(Una vez, cuando supe que Ícaro quemó las suyas en su osadía de llegar al sol, hice una alianza con mi pensamiento para no consumir las mías, porque sabía que en él –el pensamiento- se daba plena la identidad, que en su seno nadie me podía encadenar, ni limitar, que sólo ahí se halla genuina la libertad).
De manera que al olvido hay que darle oportunidades de redimirse de lo que hizo, ¿tan grave?, que lo fue dejando en la trastienda, para que purgara su propia condena de retaguardia, y dejar entrar algún relámpago de luz que cuente cosas de su espacio escondido y su tiempo flotante.
El arco iris que hace poco vi en la mañana, un poquito después de la madrugada parturienta, me confirmó que los colores se sostenían de la esperanza y, al llegar la tarde, se colgarían de una gota de nostalgia para asomarse a la vida.