Entre los más de 7.000 centroamericanos, la mayoría de Honduras, que avanzan de manera lenta pero incontenible hacia la frontera de América Latina con los Estados Unidos, donde los espera un Trump amenazante, y el tsunami político que debe desatarse el próximo domingo en Brasil, hay más de una causa común pues en ambos se expresa la profunda crisis que vive no solo esta parte del mundo sino la civilización como la conocemos.
Es el desasosiego de millones de personas que, sumidas en un abismo de incredulidad y desesperanza, ya no confían en nada ni en nadie, por sentirse engañadas, menospreciadas, utilizadas por unas dirigencias de derecha y de izquierda. Es una ciudadanía que reacciona frente a una realidad marcada por el desequilibrio fundamental y estructural de un mundo injusto y crecientemente deforme donde impera, tanto en el ámbito internacional como en el nacional, una dinámica de concentración/exclusión que rompe con los fundamentos de la democracia y de una economía de mercado que merezca ese nombre; desequilibrio que, por fuera de los controles de Estados cada vez más impotentes, se lleva por delante toda consideración ética y de solidaridad, a la par que arrasa el medio ambiente y cualquier asomo de equilibrio y equidad económica; dinámica que avanza incontenible a caballo de una tecnología que solo responde a su lógica interna y que ha llevado a la sociedad de una economía que tenía su centro y su razón de ser a las personas con sus esfuerzos e intereses, a una que se estructura en torno de las máquinas al servicio de los intereses de unos pocos, dejando sin futuro a millones de seres humanos.
Es el intento de confrontar a un Trump parapetado al otro lado de la frontera quien, a semanas de unas elecciones definitivas, va a poder decirles a sus asustados pero envalentonados electores: pilas, que los bárbaros que vienen del sur están a nuestras puertas, a semejanza de los “bárbaros del norte” en la decadencia del Imperio romano. Son los árabes y negros embarcados en una travesía desesperada del Mediterráneo en su intento por llegar a una Europa que se siente invadida, aunque no lo acepte, por los hijos de sus políticas y de sus guerras imperialistas y saqueadoras en África y el Medio Oriente y que ahora, en su desesperanza, le pasan la correspondiente cuenta de cobro.
Es el Brasil posterior a Lula y a la era del Partido de los Trabajadores, sumido en la crisis económica y presa de una violencia rampante que golpea especialmente a la clase media, pero que no ahorra a los pobres de las favelas, y donde la corrupción con mayúsculas acabó con la credibilidad de sus dirigentes de uno y otro signo ideológico hasta desembocar en una ciudadanía sumida en la inseguridad y la desconfianza y en una dirigencia sin propuestas y acorralada; el sueño de un futuro mejor se hundió con Lula. Ese vacío y esa vivencia de abandono y frustración buscó un líder que le ofreciera seguridad y protección, y le prometiera recuperar mucho de lo que en un pasado, siempre idealizado, dio seguridad. Aparece un Bolsonaro suelto de las ataduras partidistas que se comunica directamente con los desesperanzados, gracias a unas redes sociales al servicio del caudillo salvador. Su oferta es sencilla y contundente, seguridad física inclusive con aroma a dictadura y un discurso ultrareaccionario de tradición, familia y propiedad, conocido de antes en Brasil y hoy pregonado por sus aliados ideológicos, las iglesias evangélicas.
Son momentos difíciles sumidos en el riesgo y la incertidumbre que, como hace un siglo, ponen a caminar a la humanidad por el filo de la navaja.