Uno de los rasgos característicos de la cultura dominante, es el del paulatino vacío de contenido del concepto de los Derechos Humanos por su insuficiente fundamentación, hasta el punto de haber extendido derechos a los animales y a los ríos.
De allí la importancia de que, coincidiendo con el 75 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en diciembre pasado, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe de la Iglesia Católica haya publicado el documento “Dignitas infinita”, reivindicando el valor inconmensurable de todo ser humano.
Su contenido reafirma no solo que los derechos humanos se fundamentan en la dignidad del hombre y de la mujer, sino algo mucho más relevante: que esta no es un supuesto convencional, sino que proviene de su naturaleza, por lo que no depende de “la arbitrariedad individual o el reconocimiento social”.
Sin embargo, a algunos no les resulta suficiente la claridad con que el escrito defiende la verdad sobre el hombre y la mujer. Apuntan que no recoge nada nuevo o que es poco valiente con lo “trans”; otros, en el lado contrario, lo tachan de reaccionario, por denunciar las heridas que inflige la ideología de género.
Lo cierto es que el documento en comento subraya que la dignidad humana es un valor cristiano clave y que no se puede separar la fe de su defensa, ni de la promoción de una vida a la altura del ser humano. Precisa además que “para aclarar aún más el concepto de dignidad es importante señalar que esta no es concedida a la persona por otros seres humanos, sobre la base de determinados dones o cualidades”.
Si así fuera, “se daría de manera condicional y alienable y el significado mismo de la dignidad (…) quedaría expuesto al riesgo de ser abolido…”
Aún más, con el propósito de deshacer los equívocos en torno a la noción de dignidad, el documento diferencia los diversos sentidos que posee- moral, social y existencial-, desterrando así las visiones individualistas y constructivistas.
A veces, denuncia la declaración, “la dignidad se identifica con una libertad aislada e individualista, que pretende imponer como ‘derechos’ (…) ciertos deseos y preferencias que son subjetivas”. En contra de esa mentalidad, tan difundida, la declaración parte de la dignidad ontológica, es decir, la intrínseca y propia de todo ser humano, de la que pende el resto, y que se asienta en su condición de “creatura” de Dios y en la verdad de su naturaleza.
“Dignitas infinita” se refiere además a algunas de las realidades que violan el ser del hombre: la pena de muerte, la pobreza, la guerra, las vejaciones que sufren los migrantes, la trata de personas, los ultrajes sexuales o los más específicos dirigidos contra la mujer, señalando también que la discriminación sexual es una forma de violencia igual de ominosa a las coacciones físicas.
Respecto al aborto demuestra lo equívocos que son los eufemismos –como “interrupción del embarazo”– y que su empleo recurrente por la opinión pública no atenúa la gravedad del crimen. Asimismo, sostiene que la maternidad subrogada viola doblemente la dignidad: la del hijo, que es convertido en mercancía, y la de la madre gestante.
En virtud de su dignidad inalienable el ser humano “tiene derecho a tener un origen plenamente humano y no inducido artificialmente, y a recibir el don de una vida que manifieste, al mismo tiempo, la dignidad de quien la da y de quien la recibe”.
Además, denuncia las consecuencias de la ideología de género pues la dignidad implica reconocer que el ser humano es también “cuerpo” y que el respeto a la dimensión física o biológica es indispensable para protegerlo unitariamente. Es grave la negación del “don” de la diferencia sexual, pues supone una mutación antropológica. Así, “toda operación de cambio de sexo, por regla general, corre el riesgo de atentar contra la dignidad única que la persona ha recibido”.
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