En estos tiempos la emocionalidad desplazó a la racionalidad en el análisis social, político y aun familiar alimentando un círculo vicioso de divisiones, reproches y condenas, reforzado por la epidemia de la manipulación de las noticias que impide comprender las situaciones, exacerba la emocionalidad y sepulta la posibilidad de que se conozca realmente lo que sucede. Ya no son, como en épocas recientes, los anteojos de la ideología los que impiden ver y comprender las cosas como son y no como se pretende que sean, sino el aluvión de información en bruto y crecientemente manipulada que se abalanza sobre personas y sectores de opinión, ahogando cualquier posibilidad de reflexión y dejando espacio solo para la reacción emotiva que de manera maniquea, simplista y tergiversadora, pero políticamente efectiva, divide a las personas entre amigos y enemigos, buenos y malos, víctimas y victimarios, como si fuera el guion de una película de vaqueros o de policías y ladrones.
El actor principal de esta trágica comedia de escala mundial es Donald Trump, cuya actuación estelar se concreta en el drama de la migración latinoamericana al norte, que equipara con una verdadera invasión de los malos, los victimarios, que van a degollar a unos inocentes y buenos norteamericanos, las víctimas. Quisiera expulsarlos a todos y no dejar entrar ni a uno más. El famoso muro es el símbolo de su obsesión. Es igualmente el drama de los árabes y africanos que huyen de la pobreza y la muerte y buscan refugio en una Europa que ha sido la gran responsable de una tragedia que ahora se empecina, salvo tímidos avances de Macron y Merkel y del papa, en desconocer esa responsabilidad y en posar de víctima de la invasión de los pobres y perseguidos que en su desespero se lanzan al Mediterráneo.
Pero más cerca de nosotros esa emocionalidad maniquea ha incidido negativamente en la comprensión y el abordaje sereno y realista tanto de la tragedia venezolana como de nuestra realidad, que permanece capturada por la lógica del conflicto, la permanencia de la violencia y de una polarización emocional y puramente política que no ayuda en nada a avanzar para transformar realidades. Centrémonos hoy en Venezuela. Pretender reducir su drama a una conspiración internacional en medio de un discurso antiimperialista puramente denunciatorio es tratar de tapar el sol con la mano, cuando su causa principal es otra, la debacle económica que padece y que sin duda será tema de estudio obligado en los próximos años. Imaginar que el mundo y la oposición venezolana le crean ahora a Maduro su disposición de buscar un acuerdo para salir de la crisis es olvidar cómo este ha usado las anteriores conversaciones para enfriar a la oposición y dividirla; basta con preguntarle al papa Francisco cómo le fue cuando buscó mediar en el conflicto. Duro decirlo, pero ya no se le puede creer a la palabra presidencial.
El chavismo se concibió y estructuró a partir del binomio pueblo-Fuerzas Armadas; los procesos democráticos podrían acompañarlo, pero no sustituirlo. El fortalecimiento de esa alianza de sabor totalitario y no democrático ha sido la prioridad permanente del poder chavista y de su aliado principal, el gobierno cubano, para el cual, por lo demás, el derrumbe político en Caracas sería un verdadero huracán que lo pondría en gravísimos aprietos. El apoyo popular se está diluyendo rápidamente; la incógnita está en el campo de los militares quienes finalmente decidirán la suerte de un régimen en cuya trastienda se mueven los intereses geopolíticos y en menor grado económicos de Rusia, Norteamérica y China. Lo de Venezuela no es una pelea de buenos y malos y simplificarla permite esconder a los verdaderamente responsables e impedir que la verdad reluzca; los tapujos y tergiversaciones de la verdad acaban demolidos por la contundencia de los hechos. Se está en ese proceso.