El nudo sagrado que ataba generaciones en un molde de sucesión natural, conformaba un escenario en el cual la armonía, y el cariño, eran testimonio de un ideal compartido entre viejos y jóvenes.
Las costumbres y los momentos en los que enlazaban las manos, para dar y recibir hábitos buenos, proporcionaban una renovación de ese círculo sabio y concéntrico que propagaba verdades familiares y empresariales.
La misión era constituir, sin ventajas, un afán de integración y transferencia de los deberes que, con templanza y prudencia, fortalecían la responsabilidad de asumir un tiempo lógico, y sensato, para el progreso.
En ese marco de benevolencia, el humanismo adquiría ese sentido espiritual que afianza los actos, cuando la convergencia entre experiencia y juventud se ensambla con generosidad, reciprocidad y comprensión.
La sociedad debe recuperar esos circuitos de unión, recoger los extremos, ligar en un tejido de esperanza los hechos, las palabras y los sentimientos para que sean coherentes y soporten las duras pruebas de la modernidad.
A pesar de los signos confusos, los rasgos sociales poseen una reserva de tradiciones que anuncian –siempre- una regresión del afecto, para afianzar las nociones que, en otra época, permitían afrontar los retos, con aquilatados principios de integración y concordia generacionales.
(Silogismo: Todos los viejos somos sabios- los jóvenes serán viejos- los jóvenes serán sabios…si nos respetan).