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“…un personaje propio del renacimiento. Ecuménico en sus conocimientos y en sus propósitos, de mirada larga, de conocedor y hacedor de historia...”. Son palabras de Enrique Gómez en el aniversario del magnicidio de su hermano, pero bien podrían ser de Álvaro refiriéndose a su hermano Enrique.
Difícil diferenciar entre dos hermanos e hijos del siglo XX, que bebieron del ambiente cultural de su familia, herederos de la brillantez y verticalidad de Laureano, pero también de sus estigmas: del político conservador más relevante del siglo XX, fundador de El Siglo y firmante del Pacto de Sitges con Alberto Lleras, pero también de quien la narrativa de sectores liberales y de izquierda le ha endilgado las culpas de “La Violencia”; del genio que era y del monstruo que le inventaron.
Álvaro, más protagónico; Enrique, más reservado pero también combativo. Álvaro, más “abierto” si se quiere; Enrique, discreto en el hablar y en el trato, pero ambos impecables en “el ser”; un “caballero”, calificativo que hoy es rareza y que era una impronta de Enrique Gómez, una marca de familia.
Ambos, Álvaro y Enrique, defendieron las ideas conservadoras en las que se fraguó nuestra nacionalidad, las mismas que hoy se tildan de “reaccionarias” y hasta fascistas, porque defender la vida y la familia es anticuado; promover la seguridad, el orden y la disciplina social es sospechosa actitud de una extrema derecha peligrosa; la religiosidad manifiesta y coherente resulta vergonzante, al civismo se opone la viveza y a la honorabilidad el “todo vale”.
Ambos asumieron la tradición familiar del periodismo, que desempeñaron con la profundidad y altura que eran muy suyas; y ambos también, entregaron a las nuevas generaciones, desde la cátedra universitaria, todo su acervo de cultura y conocimientos. Yo, sin haber sido su alumno, recibí de Enrique un legado de valores y enseñanzas que han guiado buena parte de mis motivaciones.
Acaba de morir Enrique, y no salgo de la impresión de haber estado con él horas antes de su último suspiro; de haber compartido sus últimos balbuceos y hasta de habernos tomado una foto que conservaré con respeto por su memoria.
Miles de recuerdos de Enrique me atropellan en su partida. Él y María Ángela fueron compañeros inseparables de mis padres. Con él tejió mi padre una entrañable amistad y fue compañero de largas tertulias, unidos por la política y la vasta cultura que cultivaron. Y claro, por dos españolas que les alegraron la vida.
En sus últimos años, Enrique se empeñó en no dejar en la impunidad el asesinato de su hermano. A quienes estuvimos cerca de ese drama nos queda la indignación de que el país todavía no sepa o no quiera saber ¿Por qué lo mataron?, como tituló su último libro. Bien sabía Enrique por qué lo hicieron, y ya lo estará conversando con su hermano del alma. Paz en su tumba.