Desde que se nace, todo ser vivo inicia su interactuar con el entorno que incluye a otros seres vivos; comienza no solo a tratar de sobrevivir sino a mantener su integridad y, obedeciendo órdenes evolutivas, intentar la perpetuidad de su especie para no desaparecer.
La especie humana, la más exitosa hasta el momento en la pugna por estar en la cima de la cadena alimenticia, también tiene fecha de caducidad y sin entrar en discusiones profundas puede desaparecer en forma permanente y definitiva.
Así como la ciencia ha avanzado en prolongar la vida unos cuantos años más con respecto a la última centuria, seguimos siendo frágiles y caducos.
Algunas religiones han intentado consolar con argumentos etéreos y llenos de buenas intenciones, que somos inmortales y que en el “más allá”, sin explicar dónde queda, continuaremos existiendo. No faltan, por supuesto, los muertos útiles que siguen produciendo y trabajando desde el más allá……..
Mientras tanto los que vamos quedando tenemos la obligación no solo de ayudar a conservar este único rincón cósmico sino también prepararnos para la única certeza que nos persigue desde que nacemos y es que también desapareceremos.
El lucrativo negocio alrededor de la muerte también nos persigue como la misma muerte: es inexorable y la más de las veces cruel. Ya se está avanzando por fortuna, gracias a la eutanasia, que cada uno puede decidir el momento de despedirse. La prolongación innecesaria de la vida también es un buen negocio. No está bien visto aprovecharse de la incapacidad de un moribundo o la desesperanza del desahuciado para ofrecer y prometer vanas soluciones que solo persiguen llenar el bolsillo de charlatanes y afines.
La estrambótica parafernalia que se desarrolla alrededor del finado solo persigue el vano consuelo de los deudos y engordar la ya obesa alforja de funerarias, centros religiosos y decorativos, cementerios, osarios, mausoleos, etc.
Hasta para morirse hay modas y estilos.
La inefable congregación cristiano- católica que durante siglos practicó la cremación pública de sus contradictores por millares sin juicio previo y en total impunidad, debería aceptar y promover la sana e higiénica incineración del cadáver pero en privado y con la debida anuencia de sus allegados.
Esparcir las cenizas al viento o arrojarlas a una corriente de agua que las conduzca al mar, es un acto sublime de inteligencia y amor porque reconoce que desde allá, de las estrellas y del mismo mar, es de donde venimos.