Siempre fui y sigo siendo muy agradecido con mis maestros. Primero, con mi mamá que, como lo he dicho varias veces, fue quien me enseñó a leer y a escribir. A ella, mi eterna gratitud. Pero también tengo gratos e inolvidables recuerdos de mis maestros de escuela. Y ahora que el recorderis me atafaga, les cuento que yo era un muchachito lambón. A la maestra le decía “maetita”, por decirle maestrica, pues crecí con algún problema de dicción. No es que yo fuera tatareto para hablar, pero se me enredaban las letras en la lengua. Por fortuna la lengua no se me siguió enredando. Las maetitas me querían y hasta me daban de sus onces.
Pero tengo recuerdos inmensos de un maestro, Juan Francisco Vila, que llegó de Ocaña y se enraizó con una mercedeña. Maestro íntegro, que hasta nos enseñó a montar en bicicleta sobre las calles empedradas.
Estudié en el Seminario el Dulce Nombre de Ocaña, y mi gratitud hacia los padres eudistas es imperecedera. Mis primeros escritos, buenos o malos, nacieron en las clases de análisis gramatical y análisis lógico.
Como no serví para cura, me formé como maestro. Y entonces me sentí en lo mío. Primero en la Normal rural de Convención, pueblo de mis afectos, donde tuve maestros grandes como Rosendo Bermón, Ramón y Alberto Solano (Ñoris), Abelardo Osorio, Cañón, Bolívar (también hay unos Bolívar excelentes), Garnica y otros que se me refunden en los anaqueles de los años, pero sobre todo Hipólito Latorre Gamboa, rector de talla grande física e intelectual, que se untaba de tinta conmigo en el mimeógrafo, tratando de sacar un periodiquillo escolar. A Hipólito le debo en buena parte mi afición a las letras y al periodismo.
En Pamplona fui alumno de aventajados maestros, como Rafael Santafé (más tarde, mi compañero de Academia de Historia), Jaime D´erlé, el sicólogo Córdoba y mi maestro de español y literatura, el poeta José María Peláez Salcedo, que me enseñaba a componer versos alejandrinos y de los otros.
En la Libre, de Bogotá, mis maestros de Derecho fueron grandes, cargados de sabiduría: Esteban Bendeck, Diego Montaña Cuéllar, Gerardo Molina, Córdoba Poveda, Darío Samper, Parra Quijano…
Más tarde me di cuenta que lo mío no era el Derecho sino la Literatura, y entonces acudí a grandes maestros en el arte de escribir y me acerqué con timidez de aprendiz de escritor a María Mercedes Carranza, Mario Rivero, Jairo Aníbal Niño, David Sánchez Juliao, José Luis Villamizar Melo… maestros literatos, de quienes es mucho lo que se aprendió y se sigue aprendiendo.
Todo ello para decir que vivo muy agradecido con mis maestros y que cada año, con motivo de su fiesta el 15 de mayo, trato de recordarlos y de enviarles un saludo al lugar o mundo donde se encuentren.
Pero hay algo más. Dicen que la profesión del maestro es la más desagradecida. Algunas veces, pero no siempre. Este año, hace apenas tres días, me llamó un ex alumno, ocañero radicado en Bogotá, para darme las gracias, el día del maestro.
-¿Y esa joda? –le dije.
-Porque yo le seguí sus pasos. Usted me hizo escritor. He escrito ya varios libros, gracias a que usted, que fue mi maestro de español, nos inculcaba el amor por la lectura y la escritura literaria.
Para que vean que hay alumnos agradecidos y que las semillas que los maestros siembran (y que yo alguna vez sembré) dan frutos copiosos. Mi ex alumno de hace muchos años, Antonio Bonilla, de Ocaña, me hizo sentir la vida amable. Con alumnos así, ¡la vida es maravillosa!
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