La vida se construye en un escenario en el cual balanceamos los afanes materiales y los espirituales, en una forma de motivación que nos hace ponderar los acontecimientos, los sucesos y las personas, así como los ideales.
La educación despierta los valores y la cultura los activa, los enciende, los hace confluir en una intersección de los sueños con la realidad, de la cual emerge la disciplina individual para evolucionar, para abrir las aristas a una dignificación de los hechos sociales de la humanidad, a una promoción de intereses comunes que inviertan el cono y dejen fluir la arena de la madurez.
La cultura es un estado de alma singular, al que sólo se llega después de haber pasado mucho tiempo en el estudio, en cultivar el don de pensar y dar una batalla contundente al conformismo.
Nuestra historia de superación se nutre de símbolos que, una vez se realizan, se proyectan en objetivos sociales. Si así concebimos el mundo, damos equilibrio apropiado a una noción de progreso diferente, en paralelo o, más aún, envolvente de los elementos cualitativos vigentes entre los demás y nosotros.
Desde ellas se gestan las categorías de valores, ordenados en una secuencia que el ser humano debe descubrir, incrustados en los rincones del alma, esperando una señal del pensamiento, o una inspiración de los sentimientos, para dar un giro beneficioso en la convicción profunda de que necesitamos Ser.
Lo ideal es sedimentar las experiencias, para acumular un acervo lógico de categorías que sustenten el orden social, con todos sus componentes, etnias, razas, religiones, géneros, en fin, aquello que dé relevancia a los acuerdos en las diferencias, que convergen a un centro ideológico de la dignidad.