La elocuencia de los sentimientos se topa con la memoria de aquellos sueños que esperan una señal del destino, para convertirse en un saber humano, hacerse realidad y dignificar las ilusiones.
Basta escuchar el paisaje, presenciar el ascenso de la luz y, luego, su descenso para entender la vida como un buen refugio, una misión temporal donde se deben aprender sólo las metáforas que se luzcan en el silencio del corazón.
Arropado en la intimidad, hay un duende que protege esa vivencia diaria, que se mete en la consciencia para reflejar la placidez de los recuerdos, en un juego de magia estética que se da en lo simple.
En el cristal de las sombras se doblan las páginas y un lápiz de infinito dibuja las miradas, para que quede recogida la ruta a donde va el rastro querido de una eternidad imaginada.
Es como un festival de colores que amanece con el rocío y los lirios y, mientras cae el crepúsculo, el cielo prepara luces a la noche, atrae el azul de la nostalgia y decora la paz interior con laberintos de fantasía.
El murmullo del tiempo duerme y la libertad se hace grata, se cobija bajo la protección del pensamiento y detiene la distancia entre el ser humano y su genialidad.
Es posible, entonces, contar que los pájaros cuelgan sinfónicos en las ramas, o se diluyen de amor en las pajas de sus nidos, o que un alba despierta con la música de un café subiendo por el humo.