Siempre me han gustado las ferias y fiestas de los pueblos. En las fiestas patronales de Las Mercedes, la plaza (cuando eso no había parque) se llenaba de vendedores de cachivaches, gitanas que adivinaban la suerte, gitanos que vendían “caballas”, vara de premios, juegos de cacha, bolo campesino, dados, naipes y ruletas. Las muchachas estrenaban vestidos de colorines y los muchachos les hacíamos la carantoña. Llegaba la banda de Sardinata o de Lourdes y alguna papayera y hasta de la Costa se aparecía algún desaliñado acordeonero. En cualquier esquina se formaba la rumba y a gozar se dijo, hasta la madrugada, sabiendo que “al que se duerma lo trasquilamos”.
En ocasiones los peseros hacían una “vaca” y montaban plaza de toros con toreros criollos y alguna res corneadora. Era lo último. En una esquina de la plaza armaban un tarantín redondo, con horcones y tablas y tribunas para los espectadores. La banda tocaba pasodobles, la gente aprendió a gritar “Olé” y toros y toreros se lucían. El último punto de la corrida era un toro que destinaban para el público. Todo el que quisiera podía meterse a torear, aunque no supiera de verónicas ni de manoletes. El espectáculo era grandioso cuando el toro aporreaba voluntarios y se llevaba en los cachos a los más atrevidos.
Una vez –ya lo he contado varias veces- el toro, asustado por la pólvora, se subió a la tarima y fue el despelote. Los hombres saltaban de lo alto, las mujeres mostraban lo que no debían mostrar, unos caían, otros corrían, el animal tropezaba y la batahola continuaba, hasta que los peseros, soga en mano, lograban sujetar al asustado toro.
Desde entonces donde dicen “fiestas y ferias”, ahí estoy, más cumplido que novia fea. Me gustan las ferias de caballos y de ganado vacuno. Caballos de paso, toros gigantes, vacas lecheras. “Vaca pequeña es ternera”, dice el refrán, y uno se entusiasma con ciertas terneras, que a la hora de la verdad resultan vacas bravas. En la ferias se ve de todo y se goza de lo lindo.
En Cúcuta, yo era de los primeros en llegar a la Plaza de Ferias, en tiempos de ferias. Me gustaban los concursos, los ejemplares, las exposiciones y las fiestas que allí convocaban a gentes de todos los tamaños. Eran un bonito espectáculo, al que se sumaban las corridas que se hacían desde cuando el gobernador Eduardo Assaf Elcure les dio la mano a los amantes de las corridas de toros construyendo dentro de la Plaza un pequeño circo para tal fin.
Allí también en aquella Plaza, que alcanzó renombre nacional e internacional, se hacían las ferias de ganado equino. De todo el país llegaban caballos y caballistas, dispuestos a mostrar todo lo que sabían. La fiesta comenzaba con una cabalgata por las calles de la ciudad. Caballos finamente enjaezados, jinetes de zamarros, sombrero jipijapa y bota de cuero para el aguardiente. Muchachas bonitas, de cabello al aire y yines ajustados también jineteaban de lo lindo. La gente salía, aplaudía y al otro día limpiaba cagajones, pero lo hacía con gusto, porque las ferias cucuteñas eran parte de nuestra identidad pueblerina.
Pero un mal día todo se vino abajo. No sé por qué el gobierno dispuso cerrar la Plaza de Ferias, y desde entonces ganaderos y caballistas andan despistados, sin un lugar para reunirse y hacer negocios y darle al pueblo un motivo de jolgorio y alegría. Cúcuta, la alegre, la fiestera, la comerciante, la pujante, la atractiva, la turística, no tiene Plaza de Ferias. ¡Qué embarrada con jota!
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