Me encanta interpretar las casualidades que muestra el destino para dar los giros de la vida - alertas tempranas-, para ir depurando las cosas que suceden y, de suyo, percibir premoniciones de lo que pueda ocurrir, hacer el duelo a lo que se va perdiendo y acoger lo que se va ganando.
Es como una filosofía del refugio, la sensación de actuar con un criterio personal sano que anuncia las esquinas por donde uno debe cruzar, o las sombras donde cobijarse, de vez en cuando, para encontrar la paz del alma y la autenticidad, enaltecidas de libertad.
Porque no se puede seguir siendo volátil toda la vida. Es imprescindible superar lo efímero, dar consistencia a las mejores opciones de madurez para crecer en dignidad y compensar, de alguna manera, la pobreza mortal.
Si uno se conforma con el mundo, terminará atado a las obediencias e imitaciones, abrumado por la decepción de una sociedad que olvidó la miel que mana de las vertientes del saber y hace grande al ser humano.
Por eso me gustan las burbujas reflexivas, íntimas, aunque tengan que protegerse más que todas las formas de resguardo, algo así como una reserva espiritual para una buena parcelación de los sentimientos.
Las lecciones de ese refugio, aportan opciones distintas a los modelos camuflados de éxito y enseñan que, al final de cuentas, lo importante es que la vida deje de ser la fachada de esa vergüenza que uno siente en el interior de su casa, cuando no puede mostrar sino exteriore.