Terrible es la historia de los genocidios, aquellos asesinatos en masa que se cometen por razones políticas, religiosas o raciales. Hitler mató más de seis millones de judíos, porque eran judíos; y Stalin más de veinte millones de personas, porque no eran bolcheviques y se negaban a serlo. Mucho más cerca en el tiempo y el espacio, entre el Che Guevara y Raúl Castro fusilaron miles de cubanos porque tenían la insoportable idea de odiar el comunismo.
Creíamos superadas esas viejas etapas de la historia humana. Ilusiones vanas. La fiera bruñe siempre sus garras en la espesura y el apetito del poder es más fuerte que todas las voces de la conciencia y todos los llamados de la especie al respeto, o siquiera a la compasión.
Pues ahora tenemos que presenciar el genocidio que se comete en Venezuela, el más cruel y despiadado de los tiempos nuevos y el más absurdo de todos, porque lo dicta la estupidez y lo alimenta la cobardía de cuantos impasibles lo presencian.
Maduro está matando a su gente, especialmente a la parte más frágil de toda ella, porque no tiene el coraje de admitir que se vive en su país una crisis humanitaria de dimensiones colosales. Empujado por los ancianos Castro, justificado por la ambición de los militares corruptos, de los legionarios cubanos y de atroces personajes como Diosdado Cabello, Maduro deja morir los niños, los ancianos, los enfermos, como morirán después todos los que no tengan valor ni respaldo para oponerse eficazmente a esa tiranía, porque le resulta políticamente incorrecto admitir que se le muere su pueblo por falta de medicinas, de implementos hospitalarios y de un poco de pan y de leche.
Mire, querido lector, que no estamos trabajando sobre las causas de ese desastre, ni siquiera culpando a Maduro y a su idea imbécil del Socialismo del Siglo XXI por lo que está pasando. Nuestra queja es mucho más elemental y simple. Acusamos a Maduro como genocida, porque le cierra las fronteras a un socorro internacional que está dispuesto a llegar al rescate de los que se mueren. Solamente eso.
La Iglesia católica ha ofrecido movilizar toda su capacidad caritativa, que es mucha, para conseguir miles de toneladas de medicamentos, incubadoras, elementos de sutura, gasas y esparadrapos para que los médicos venezolanos no vean morir impotentes a sus pacientes. Lilian Tintori consiguió en Bogotá, en una horas de campaña, centenares de toneladas de esos recursos y unas cuantas latas de leche para que los distribuya no importa quién en Venezuela, con tal de que pare ese crimen atroz. Maduro, que es un palurdo, y su canciller, la señora o señorita Rodríguez, la mujer más torpe y agresiva que tuvo poder en la Historia del Mundo, no abren la frontera a la caridad universal. Sería tremendo error político….
Mientras semejante tragedia se desarrolla, apenas el Secretario de la OEA levanta su voz, pero lamentablemente para plantear equivocados argumentos políticos, en los que tiene toda la razón, pero una razón inútil e intrascendente. Qué diablos van o vienen con que en Venezuela no se respete la democracia, cuando no se respeta el derecho de la gente a vivir.
Con la excepción de Almagro, el mundo calla. Algunos españoles han descubierto que en Venezuela viven más de 200.000 compatriotas que van a morir de hambre y necesidad. Y eso algo los conmueve. Obama no piensa en esas nimiedades. Hillary y Trump mucho menos. Y los vecinos de Maduro, sobre todo el Presidente de Colombia, no abren su boca en defensa de millones de americanos condenados a muerte, de miles de niños que ya han sido sacrificados, de miles de enfermos que perecen todos los días, porque no les conviene políticamente hacerlo. No hablamos por cinco millones de colombianos que viven en Venezuela. Hablamos por los derechos de la humanidad, que cuentan mucho más que eso.