El tiempo se comporta de la misma manera que el horizonte, ligando el paso de lo cercano con lo lejano, en una línea de futuro que viene desde el recuerdo, convirtiendo lo infinito en una experiencia interna de meditación.
Por eso me encanta la teoría de la nada, porque en su textura infinita, siempre incógnita, genera – como el horizonte - puntos de luz que absorben el pasado bueno y lo mezclan con el destino en una espiral de evolución.
Así como los agujeros negros anuncian puntos cardinales, diferentes a los cuatro conocidos y reciclan con magia orientadora el espacio y el tiempo, la nada lanza inquietantes preguntas sobre el origen de las cosas:
¿Por qué el ser humano no se convence de que cuando se interroga a sí mismo, plantea el vínculo de sabiduría que lo une conmigo?
Y, ¿por qué no se convence de que cada mañana mía es un sello del azar?”
Nos hace pensar en asumir el compromiso intelectual de atravesar la frontera de la verdad en una doble versión, la de ser cielo o abismo, la de afirmar o negar el valor espiritual del ser humano, o su animalidad.
Es abrirse a la consciencia de que todo parte y retorna a ella, que lo creado no es absoluto, sino después de ser una opción (pasajera) de vida y acreditar una misión metafísica que, de no realizarse, nos penaliza con frustración.
La nada se alarga hacia la magia sagrada de sentir que la eternidad está en el alma, anuncia sentimientos escondidos y ensancha sus dimensiones cuando alguien la quiere conocer.