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Gracias, médicos
Aprendió a jugar leyendo un manual de ajedrez, algo tan exótico como aprender trigonometría devorando libros de taquigrafía.
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Miércoles, 4 de Diciembre de 2024

Los ajedrecistas no mueren, enrocan largo. Es lo que hizo a los 64 años – uno por cada casilla del tablero- el ex campeón mundial de ajedrez, Bobby Fischer, nacido el 9 de marzo del 43 y fallecido en enero 17/2008.

Le ayudó un coeficiente intelectual superior al de Albert Eistein,  judío como sus padres, lo que no le impidió ejercer como antisemita declarado.

Madrugó a ser genio. Aprendió a jugar leyendo un manual de ajedrez, algo tan exótico como aprender trigonometría devorando libros de taquigrafía.

En esos primeros teterados ajedrecísticos  hizo el prekinder que lo llevaría a ser campeón de Estados Unidos a los 14  años. A los 15  era Gran Maestro.

En plena “guerra fría” la  cuerda le alcanzó para arrebatarles la hegemonía ajedrecística a los soviéticos.

Ganó el campeonato mundial y luego se refugió en el olvido como una marchita diva del cine mudo. La FIDE se resistió a sus exigencias de vedete  y el gringo prefirió el anonimato a la indignidad de recular.

Jugaba con la fuerza acumulada de los vientos de su terruño, Chicago. Era un virtuoso a la hora de atacar o defenderse.

De pronto salía de su ostracismo voluntario y aparecía en internet jugando desconcertantes partidas. ¿Cómo saber que era él? Porque nadie podría jugar a tan alto nivel, concluyeron colegas suyos que seguían el rastro de sus partidas en la red. El inglés Nigel Short fue el primero en detectarlo.

Estados Unidos lo utilizó primero y luego lo desechó como un clínex. El FBI lo persiguió para meterlo en la guandoca por el “crimen” de ganar plata jugando ajedrez en un país (Yugoeslavia) que no contaba con el beneplácito de Washington.

La aldea global se levantó contra el exabrupto. Para salvarlo de la extradición a su país, una japonesa, Miyoko Watai, hizo el papel de su vida y se casó con el hombre que confundía el amor con un policía acostado.

La pareja voló a Islandia, donde se había coronado campeón mundial,  y el tesoro gringo se quedó con las ganas de incautarle a Fischer dólares para sus inútiles guerritas.

“Me dan lástima quienes no ven belleza en el ajedrez”, solía decir quien le dio estatus a este deporte que le debe mucho de su masificación.

Cuando disputó el match contra Spassky al mundo le dio fiebre a 40 por el ajedrez. La radio transmitía en directo las partidas con base en los cables de las agencia internacionales. El maestro Boris de Greiff transmitía por Caracol, yo lo hacía por Todelar. Ganas me daban de decirles a mis oyentes que al que había que escuchar era a Boris pero me abstuve por fidelidad a los Tobón que me pagaban la quincena.

Ningún juego inventado por el hombre le lustra los zapatos a éste  que vino a lomo de cobra desde la India.

El excéntrico Bobby que me parece un híbrido del jugador de la novela La Defensa, de Nabokov, y al de La novela del ajedrez, de Stefan Zweig, sacó el ajedrez del clóset.

Cuando irrumpió  en el mundo de los trebejos, los ajedrecistas, como los poetas, eran bohemios, feitos, mal vestidos, vivían con el almuerzo embolatado. Ahora hablan duro económicamente antes de sentarse al tablero. En esto  se codean con Messi, Neymar, Nadal…

De Bobby dijo en su momento su contrario en la fría Reykiavik, Islandia,  el soviético Boris Spassky: “Es una persona que hace todo contra sí mismo”.

Vivió furiosamente, a la enemiga, sin hacer concesiones.  Renunció a la ciudadanía estadounidense. Al presidente Bush no lo bajaba de “criminal”. Fue rebelde con y sin causa dentro y fuera del mundo blanco y negro.

En Reykiavik” terminó su parábola ajedrecística. Al final de sus días tenía un remoto parecido con su paisano el poeta Walt Whitman a quien seguramente nunca leyó. Solo le interesaba todo lo que tenía que ver con ese juego en el que “se odian dos colores” (gracias, Borges). Paz sobre sus 64 escaques.


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