En días pasados el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) reveló cifras que para muchos ciudadanos pasaron inadvertidas, ya sea porque no las sufren de manera directa o porque simplemente no les interesan, que es más preocupante aún.
Cuando miramos cifras no podemos quedar ante el frío número que cuantifica los resultados estadísticos. Cada número es una persona, un ser humano, una vida que está en riesgo. Las cifras decían que “en Cúcuta y su Área Metropolitana hay 424.191 personas en condición de pobreza monetaria”. Esto equivale al 49 % de la población, es decir, la mitad de nuestros conciudadanos está en el limbo entre la pobreza y la miseria. De cara a este panorama de inmediato me sorprendo y me cuestiono ¿cómo es que frente a dicha situación no estamos peor socialmente?
Siempre recorro la ciudad en diferentes comunas y una de las imágenes más impresionantes que mi memoria recuerda es la de varias familias con bastantes menores de edad durmiendo en la acera de una calle maloliente mientras uno de los integrantes buscaba en un tonel de basura algo de comer para llevarle a los que estaban, creo yo, sin fuerzas acostados en el andén. ¿Qué futuro tendrán estos niños y niñas? y ¿qué haría un padre de familia desesperado para llevar algo de comer a casa?
En mi mente las respuestas fueron varias y por supuesto, me preocupe mucho más al ver cómo los vehículos y demás transeúntes pasaban por el lado sin percatarse de la dantesca escena. Luego fui a visitar una familia de un sector vulnerable, mal llamado “rancho o invasión”; allí habitan ocho personas de las cuales hay dos adultos mayores de 70 o más años, cuatro menores de edad entre los dos y seis años y la pareja matrimonial, ninguno con empleo fijo ni de ningún tipo, que trata de buscar la vida diaria con reciclaje o como ellos mismos decían: “en lo que salga”. Y ¿si lo que saliera fuera ilegal, lo harían?, pregunté, a lo que me respondió el hombre de la casa: “no dejaré morir de hambre a nadie de mi familia.”
Describir la casa es hablar de una sola cama para todos; en el piso duermen los hombres, sus necesidades sanitarias las hacen a la otrora época en el solar, en hoyos en tierra que luego se tapan. No tienen ningún tipo de atención médica, odontológica, pediátrica, nutricional y menos psicosocial; el señor comentó que a veces, sobre todo en época electoral, solo reparten mercados y juguetes, pero no han vuelto por la zona. Finalmente le pregunté sobre sus sueños a futuro y la respuesta fue fulminante: “no tenemos esperanza, nos morimos así en la miseria.”
Por la fuerza de su respuesta, me pareció ofensivo preguntar si los niños iban a la escuela; no me quiero imaginar que tampoco puedan acceder al derecho a la educación, que para rematar, en el caso de Cúcuta solo hasta el mes de mayo se logró contratar el Programa de Alimentación Escolar (PAE).
Solo hay que pedir perdón a estos ciudadanos. La sociedad entera debe reaccionar; el futuro de Cúcuta y Colombia está en declive si los indicadores continúan en ascenso. No hay oportunidades, no hay comida, no hay lo básico para al menos soñar y cuando se pierde la esperanza, la ilusión de amar y el devenir, se pierden hasta las ganas de vivir, el odio se incrementa, la rabia se ve reflejada en la violencia, homicidios, narcotráfico, prostitución y delincuencia. El Estado debe como prioridad evitar de manera inmediata el aumento de los indicadores y cerrar las brechas, no con ayudas limosneras casuales, sino con programas sociales de impacto, de lo contrario caeremos y será muy duro. Si no se sueña a futuro, el presente es irremediablemente un infierno.