El tejido de la política colombiana está hecho, en gran parte, de puntadas deleznables. Es el aporte de muchos de los actores de esa función pública, con la cual se ejerce el gobierno y por consiguiente se maneja la nación.
El abuso de poder, la violencia, la corrupción, el fraude, los privilegios de clase, entre otras debilidades predominantes en la estructura oficial del país, configuran el entramado institucional. Son piezas de un Estado, al cual se le llama “Social de Derecho” en el encabezado de la Constitución de Colombia aprobada como de avanzada en 1991.
Toda esa deformación es el resultado del empeño de algunos dirigentes que convirtieron la política en una charca de negocios particulares para su lucro individual, despojándola de sus fines sociales de beneficio colectivo. Se armó así la máquina del enriquecimiento ilícito mediante el robo de los recursos fiscales a través de contrataciones hechas con cálculos de utilidad posible y con la alevosía de la desfachatez y la audacia de los transgresores de los preceptos de ley. Se formaron carruseles, cooperativas, carteles, mafias o grupos especializados en picardías a la sombra de la permisividad cómplice de entidades de control y de una administración de justicia acomodada a las perversas circunstancias.
Colombia ha padecido desde hace más de cinco décadas la degradación de la política, para no hablar sino de una etapa en la que hemos sido víctimas presenciales. La violencia partidista, el bipartidismo hegemónico del Frente Nacional, el conflicto armado con todas sus variables, el narcotráfico con sus múltiples desafíos, el paramilitarismo y sus crímenes, la utilización de las Fuerza Pública para los llamados falsos positivos y la persecución a los dirigentes de oposición, están articulados al desvío de la política. Juegan en este campo, apostándole a lo más negativo para frenar la democracia y darle validez al autoritarismo dogmático.
La distorsión y la mentira también han hecho parte de la política como estrategias decisivas para imponer las líneas de mando. La desfiguración sirve para inducir colectivamente a creencias falsas maquilladas de verdades. Se inculca en el imaginario popular una visión de pánico totalmente contraria a lo que puede ser. Esa táctica se volvió común en Colombia y se aplicó en las campañas políticas con buen rédito por parte de grupos partidistas interesados en mantener como inamovibles todo lo que ha servido para impedir los cambios que puedan llevar al reconocimiento de derechos fundamentales, con igualdad de posibilidades para todos.
A ese colapso no se le ha puesto freno ni siquiera ante la adversidad de la pandemia del COVID-19 en que está atrapada la humanidad.
Los defensores del statu quo y continuismo tienen el manejo del poder y lo ejercen con ímpetus defensivo y ofensivo a la vez. Por eso no es extraño que busquen “hacer trizas” el acuerdo de paz con las Farc para impedir los cambios que la nación requiere contra el oxidado modelo de la resignación a la pobreza.
Otra fuente irrigadora de esa política de insistencia en el atraso, como uno de los inamovibles, es la hipocresía de quienes la ejercen, como se ha visto repetidamente en los episodios de la “Ñeñe política”. Los actores niegan sus relaciones de amistad evidentes. Se vuelven vergonzantes respecto a lo que hicieron en el pasado, porque los desnuda en sus causas comunes, sin que los puros repararan en las conductas de los que estaban en los caminos desviados. La hipocresía como santo y seña de su quehacer político.
Puntada
Vuelve y juega el festín de la entrega de recursos públicos para los más pudientes en el sector agropecuario. Ahora no es Agro Ingreso Seguro, que fue la mermelada del condenado exministro Andrés Felipe Arias, sino la operación a cargo de Finagro. ¿Será también otro “montaje”?
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