Dejé Bogotá el veintinueve de enero de este año y me vine a vivir a Cúcuta. Me radiqué aquí por muchas razones: me hacían falta mi tierra y mi familia, para empezar; lo otro, creo que ya había culminado mi ciclo allí. Sin embargo, muchos me preguntan y cuestionan con sospecha mi decisión, algunos lo ven como una derrota y un atraso en mi carrera, pero yo lo veo como una gran oportunidad, no sólo para mí, también para Bogotá.
No crean que fui a la capital a aprovecharme de su calidad académica y sus servicios y me devolví. Yo amé la ciudad y fui bogotana por cinco años. Cuidé la ciudad y critiqué a quienes no lo hacían, a veces abusivamente, pero lo creía necesario porque el problema de Bogotá es que no es de nadie. Los nacidos allí piensan que no es de ellos porque hay mucha gente de otras regiones del país, y los llegados creen que no es su deber cuidar sino a la ciudad que los vio nacer. La ciudad tiene muchos problemas, y gran cantidad de ellos no emanan de la actividad pública y administrativa capitalina, sino de esta actitud despectiva y falta de sentido de pertenencia.
Es cierto que en Bogotá reina la anarquía, la inseguridad, la falta de educación y de calidez, que allá, a quinientos cincuenta kilómetros desde donde escribo esta columna la movilidad es inexistente y las oportunidades escasean, es verdad que hay que hacer filas para todo y es una ciudad bastante costosa, pero lo peor es que la calidad de vida es pobre. Así mismo, la capital tiene cosas maravillosas que tapan lo anterior. Los festivales de teatro, los museos, el planetario, el jardín botánico y las bibliotecas –a los cuales se puede acceder gratuitamente en diferentes fechas del año– borran todo lo malo. Y ni hablar de las iniciativas de los activistas que cambian la cara de la ciudad, como la de crear el Instituto de Bienestar Animal. Todas estas son cosas bellas que pude disfrutar de mi estadía lejos de mi casa, y por eso soy feliz.
Por esto, la decisión que hemos tomado algunos Millennials de retornar a nuestras ciudades de origen me parece completamente acertada y necesaria. Ejemplos hay de sobra, no sólo de gente de Cúcuta sino de Montería, Barranquilla, Ocaña, Medellín y Pereira; personas con ganas de cambiar la cara negativa de sus villorrios, con ganas de aplicar lo aprendido y llevarlo a casa, con iniciativas de emprendimiento y virtudes para aportarle a la clase política de su gente. Es importante empezar a establecer políticas que enlacen la capital y las regiones en pro de fomentar el retorno de los saberes y las habilidades, no sólo porque se podría mejorar la vida en las ciudades pequeñas, sino porque se aliviaría la tremenda presión demográfica que se sufre en Bogotá. Con cuatro mil ciento cuarenta habitantes por kilómetro cuadrado, la ciudad es la trigésima novena ciudad más poblada del mundo, después de París, Shangai, Nueva York y Ciudad de México. Lo anterior es grave porque una metrópoli que recibe más personas de las que pueden sostener la infraestructura urbana y de servicios es un error.
Para mí, una potencial solución al problema del que aquí se habla es incentivar las personas a regresar, mediante convenios nacionales y locales representados en deducciones de impuestos, acceso a subsidios para compra de vivienda y reducción de las tasas de interés de sus créditos de educación, es decir, hacer planes para combatir la fuga de cerebros al interior del país, logrando así que las ciudades más pequeñas crezcan y puedan participar de los escenarios comerciales, industriales y académicos de la región.