La pandemia, el calentamiento global, la inteligencia artificial, la nueva ciencia de ciudades, son todos temas inéditos, con los que nos toca lidiar. Pero muchos siguen pensando en viejos remedios para nuevos males. La defensa del modelo inflacionario, con la primacía de lo monetario en cabeza del sector financiero y el control de la economía en cabeza de bancos centrales, que produce crisis financieras cada vez más seguidas y más duraderas en el tiempo, es un buen ejemplo.
Cuando el capitalismo mostró su peor cara, a principios del siglo XX, con el famoso laissez faire, la dictadura del mercado, eso nos llevó a la gran quiebra de la economía mundial con la recesión de 1929. Lo que se olvida es que esa crisis impulsó la más brutal guerra de la historia humana: la segunda guerra mundial. Cuando la economía se daña, en lo político surgen los extremos como “soluciones” “radicales” de los problemas socioeconómicos. En la Europa de los años 30 del siglo XX, cuando la internacional comunista amenazó a los países occidentales, algunos de ellos respondieron con un modelo de contracara, de partido único y autoritarismo, que se afincaron finalmente en España, Italia, y por supuesto, en Alemania, en cabeza de Adolfo Hitler, quien, recordemos, recuperó la economía alemana con inversión en obras públicas y rearme militar.
Las ruinas de la guerra obligaron a “reinventar” la economía, pues era claro que los viejos modelos económicos fueron el problema. Las mejores mentes de occidente se reunieron a pensar en una nueva institucionalidad político-económica que no permitiera la repetición de las causas de esa guerra, entre las cuales estaban la caída masiva del empleo, la educación ideologizada y la falta de controles dentro de la misma democracia liberal, para que ningún dirigente volviera a creer que él era el estado.
Llegó entonces la propuesta de John Maynard Keynes de que el estado debía iniciar a mover la economía con obra pública, para lograr el pleno empleo, logrando mover nuevamente la economía. Esa exitosa política, un nuevo paradigma estatal, tenía sus defectos, creciente inflación y baja productividad laboral, que obligaron en los años setenta del siglo XX, a reorientar el modelo de posguerra, por uno de control de la inflación con medidas monetarias, reforma también paradigmática que hoy hace agua.
Ahora nuestro ministro de hacienda sigue proponiendo, en medio de una recesión gigantesca, una reforma tributaria para “equilibrar” las cuentas nacionales y recuperar “grado de inversión”. Los ministros de hacienda, que Carrasquilla encarna a la perfección, son agentes alcabaleros buscando garantizar los indicadores de deuda del país, con un pensamiento netamente monetarista, propio del sector financiero; no les importa la economía real ni el riesgo político. Pero de esas “ideotas” oiremos muchas, desde cómo aplicar otra vez medidas keynesianas de los años de posguerra, buscando más papel del estado, hasta los más “progresistas” que “exigirán”, mediante asonadas, “avanzar” a la economía centralizada fracasada en el siglo XX, cuyos resultados hoy se ven radiantes en Cuba y Venezuela. Los que nos van a sacar de la crisis no son los economistas que nos metieron en ella en los últimos setenta años.
En la nueva normalidad necesitamos redefinir el papel y el tamaño del estado, haciendo que el gasto se corresponda con un modelo real de crecimiento económico, y no con la idea de un estado colectivista “garantista” de todo tipo de derechos, para propios y extraños, con recursos fiscales obtenidos del estrangulamiento de la actividad económica privada. En la nueva realidad, o seguimos con la espiral suicida de más impuestos para más subsidios, sin control del gasto público, o cambiamos el modelo a uno de generación de riqueza que permita una redistribución sostenible; en cualquier caso, ya no tenemos mucho espacio para fallar. Y más impuestos no van a parar una crisis de deuda, sólo la van a retrasar, hundida además en un proceso de decrecimiento económico.