El 24 de febrero la sala de Amnistía e Indulto de la Jurisdicción Especial para la Paz JEP hizo pública la amnistía que concedió doce días antes a Marilú Ramírez Baquero, integrante de las Farc, y responsable, junto con otros, del carro bomba que se usó contra la Escuela Superior de Guerra y la Universidad Militar Nueva Granada. La resolución fue apelada por la Procuraduría y por los abogados de las víctimas. No tengo duda de que la resolución es contraria a derecho y que la apelación debe ser concedida.
Según esta sala de la JEP, el ataque terrorista fue un acto lícito a la luz del derecho internacional humanitario DIH y, por tanto, era posible amnistiar a Ramírez. Veamos algunas de razones que demuestran que lo afirmado por la JEP no es cierto.
Uno, el objetivo del ataque no era lícito. Es verdad que la Escuela Superior de Guerra (Esdegue) forma militares, pero, uno, el mero hecho de que en ella estudien militares no la hace un blanco legítimo; dos, la Esdegue es una institución universitaria y en ella estudian también policías y otros civiles en distintos cursos. Hay militares que estudian en otras universidades y esas universidades tampoco son blancos legítimos por el hecho de que en ellas estudien uniformados: tres, los estudiantes militares van a la Esdegue desarmados; por ningún lado se ve la ventaja militar concreta del carro bomba. La especulación que hace la JEP para justificarlo, que el carro bomba minaría la moral de combate de las FFMM, es solo eso, una especulación, por demás contra evidente con el resultado, y en todo caso no una ventaja militar concreta.
Dos, el ataque no se hizo contra un objetivo militar. En efecto, la Esdegue no es un cuartel o una instalación con usos militares, es, como se dijo, una institución universitaria. Además, en realidad el carro bomba se puso en el parqueadero de la Universidad Militar Nueva Granada, universidad que, más allá de su nombre, es inequívocamente un bien civil, colindante con el edificio viejo de la Esdegue. Apuesto que los “magistrados” de la JEP nunca fueron a verificar donde se puso el carro bomba.
Tres, los carros bomba son medios prohibidos a la luz del DIH. Los que participan en un conflicto no pueden usar cualquier medio y método de combate, los hay prohibidos. Los medios son armas y sistemas de armas. Un carro bomba no es una arma permitida porque, como los cilindros de gas, hiere de forma indiscriminada a militares y civiles y no puede dirigirse con certeza a un objetivo militar. Por cierto, la argumentación de la JEP de que un automóvil no es un elemento portátil es de risa. Los automóviles son, por definición, móviles y fáciles de transportar.
Cuatro, para rematar el ataque fue indiscriminado y no se tomaron las medidas de precaución que son siempre indispensables, en particular en casos como este, donde era previsible que hubiese civiles y que pudiesen ser víctimas. La JEP argumenta que el ataque no era indiscriminado porque iba dirigido a los 214 oficiales que cursaban el Curso de Estado Mayor, es decir mayores que ascienden a tenientes coroneles. Pues bien, entre los heridos del carro bomba no hay ni uno de ellos. La JEP hubiera podido verificarlo, pero se le cae el “argumento”. En cambio, el carro bomba hirió 9 civiles, 7 de ellos alumnos de la Universidad.
En fin, la lectura de la resolución de la JEP deja la clara impresión de que hubiera podido ser escrita por los abogados defensores de la terrorista de las Farc. Ocurre lo mismo cuando en la JEP habla de “retención” y no de secuestro o toma de rehenes. Es la perversión del lenguaje de la que advierte Karl Krauss, al que se despoja de su sentido para beneficiar política o ideológicamente, para falsear la verdad, para mentir frente a hechos comprobados. Ahora, además, ha hecho la tarea para justificar hacia adelante el uso de carros bombas por los grupos armados ilegales. Ya tienen respaldo “jurisprudencial”.
La JEP, de nuevo, ratifica la impresión de muchos: es un tribunal sesgado, no imparcial, que busca favorecer a las Farc, apretar a los militares y demoler su moral, desprestigiar al Estado y dar la impresión de una igualdad ética entre la conducta de los criminales y la de quienes defendían a los ciudadanos, la Constitución y el estado de derecho.