Las constituciones de los estados –se dice- son tratados de paz, pues son normas que se establecen para que una sociedad pueda convivir en armonía, es decir, que cada ciudadano tenga lo necesario para vivir una vida digna. Al menos esa fue la idea que tuvieron los colonos norteamericanos quienes en el acta de independencia de 1776 escribieron que la vida, la libertad “and the Pursuit of Happiness”, con mayúsculas, la Búsqueda de la Felicidad, era el propósito con la separación de Inglaterra.
Después en el preámbulo de la constitución de 1787 escribieron que su fin era establecer la justicia, asegurar la paz interior, defenderse, promover el bienestar social y asegurar la libertad y la posteridad.
Luego vinieron los franceses con la famosa declaración universal de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 e inventaron la teoría de que las constituciones son acuerdos amistosos entre gobernantes y gobernados para vivir en paz.
Pero lo que ha ocurrido desde esos finales del siglo XVIII hasta estos inicios del XXI es que las constituciones dicen una cosa y la realidad de cada país otra.
La construcción de los Estados Unidos no ha sido ajena a la violencia de la segregación racial y la edificación del estado francés ha pasado por las guerras napoleónicas y hoy día por el debate alrededor de la inmigración islámica.
En Colombia venimos diciendo a propósito del debate sobre la paz, que llevamos en guerra 50 o 60 años.
Es un decir, por redondear, porque si contamos desde el asesinato de Gaitán y el periodo que siguió, al que los historiadores llaman La Violencia, serían 67 años.
Pero en realidad hemos tenido violencia (o guerra) desde el inicio mismo de la construcción del estado. No hemos parado.
No es sino leer “Cartas de Batalla” de Hernando Valencia Villa, quien llama cartas de batalla a las diversas constituciones que hemos escrito en Colombia y las llama así porque según él, con convincentes razones, en realidad las constituciones no son tratados o acuerdos de paz, sino reglas o normas que imponen los vencedores a los vencidos, después de arduas batallas por el poder.
Batallas que pueden ser cruentas, con fusiles y sangre, como las ocurridas en Colombia a lo largo del siglo XIX y que genialmente describió en su obra García Márquez, o incruentas, como las que ocurren en el congreso cuando se reforma la constitución, por ejemplo, para equilibrar los poderes.
La relación paz-justicia es problemática porque los mismos conceptos son complejos.
Creo que no hay mayor dificultad en identificar a la paz con la relativa y permanente solución de las necesidades básicas de una comunidad, tal como ocurre en general en los países desarrollados. En estos, la justicia representada por el poder judicial funciona bien porque las necesidades básicas generales se satisfacen día a día. En Colombia, frente a la inequidad social que impera desde la colonia, es una quimera pensar que el poder judicial sea eficiente. El proyecto de presupuesto para 2016 que se va a discutir por estos días si bien eleva la asignación a la rama judicial en un 7,6% más frente al presupuesto de 2015, apenas será un 11,6% del asignado a educación, será un 12 % del asignado a defensa y policía, y será un 17 % del asignado a salud. Es decir, la inversión en justicia es notoriamente insuficiente para la demanda diaria en los juzgados, la mayor parte originada en la inequidad social. Es bueno empezar a construir la paz: que haya más educación, salud y justicia. Así se invertiría menos en seguridad.