Uno estos domingos nuestros, calentanos, llenos de mucho sol y mucha ensoñación, dos amigas armaron viaje y se fueron a uno de nuestros pueblos de la cordillera, dizque a vender libros. Yo sabía que ese era el pretexto para darse su paseíto por las polvorientas carreteras que los domingos se visten de colores y de algarabía, de los campesinos que salen a vender sus productos, de las muchachas que ofrecen ramos de flores y de los que venden a la orilla del camino panches fritos, pescados en el Peralonso esa misma madrugada.
Salir a los pueblos los domingos tiene un encanto especial. Entre semana, los pueblos son solitarios, llenos de tedio. Como decían los arrieros: “allí entre semana se mueren los burros de tristeza”. Pero llega el domingo y todo cambia. Hasta la naturaleza reverdece. Los caminos y las plazas se tiñen de alegría. Las campanas del pueblo repican jubilosas. Las muchachas lucen los mejores yines para mostrar en el parque sus atributos.
Pues bien. Mis amigas del cuento echaron al morral algunos libros, algún mecato, una botella de agua y se fueron rumbo a la cordillera. Salieron temprano, tal vez siguiendo el consejo que yo doy en Ritual del Caminante:
“Camina de madrugada. La brisa/
es más fresca. La luna/
más amarilla y el camino/
más suave. Se puede/
dialogar con la vida. El sereno/
es buen amigo. De madrugada/
se puede andar soñando…”
No lo dijeron, pero es fácil imaginarse la alegría y la emoción de ir al campo, de cambiar la ciudad por un rato de naturaleza, de darle un vuelco a la monotonía gris del cemento.
Llegaron al pueblo, hicieron el recorrido de rigor, se metieron a la iglesia, se santiguaron con agua bendita y a las carreras murmuraron alguna avemaría, para luego irse al parquea ofrecer su producto, los libros que llevaban. Las muchachas iban con una sonrisa en los labios y por dentro la seguridad de sus ventas. Pero pasaron las horas y nadie se acercó a su tarantín en busca de libros. Entonces decidieron salirle al toro: Habían comenzado la faena y había que terminarla. Se le metieron al cura a la sacristía quien, conmovido por la insistencia de las alegres pecadoras, accedió a comprarles un libro. De la alcancía de las limosnas dominicales salió el importe del primer texto vendido, un libro de relatos de pueblo. La primera venta estaba hecha.
Buscaron al médico del pueblo, pero el puesto de salud estaba cerrado. Los domingos no debe haber enfermos. Es un día de descanso. La alcaldía, de igual manera, no abrió sus puertas ese domingo. Es una oficina pública, y los domingos los hizo Dios para descansar, no para trabajar.
Alguien, con pinta de profesor, les preguntó qué ofrecían, y pareció interesarse por un libro. Segundo libro vendido. En un almacén, el propietario las recibió muy gentilmente y con mucha gentileza les habló claramente: Mis niñas, aquí nadie lee. Eso no es para nosotros.
Un vendedor de dulces, en una caseta callejera –parecía otro vendedor de los que los domingos viajan a los pueblos-adquirió el tercer y último ejemplar vendido del día.
Las amigas, jubilosas por no haber perdido en forma total el viaje, se alzaron de hombros, buscaron una sombra para devorar su mecato, y regresaron ruidosas, después de haberse dado un chapuzón de cuerpo entero en una hermosa cascada que encontraron al paso.
¡Qué tristeza! Nuestras gentes ya no leen. Se perdió aquella alegría de que nos hablaba Evangelista Quintana, en su hermosa colección de libros de lectura: “La alegría de leer”.
gusgomar@hotmail.com
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