La dimensión real de la belleza sólo se puede sentir desde el corazón, como una versión individual del arte interior, porque es la medida de la pureza que uno mismo teje con hilos de sabiduría.
Pensar en ella supone percibir el componente mágico del mundo, crecer en esa línea entrañable que une a los recuerdos y se va metiendo en el espíritu a escuchar el eco de las cosas bonitas.
Su virtud suprema son las emociones, la seducción de los rincones del alma, esa que recoge los estados intermedios, o pasivos, los transforma y los hace -a la vez- frágiles y poderosos para superar lo humano.
El hombre es relativo, la belleza es absoluta, los contactos los establece cada quien, desde su criterio personal, con un nivel de intelectualidad proporcional a los sentimientos que cultive y la sumisión para aceptar el destino, para adivinar la salida del laberinto de ser mortal.
Si uno no busca la belleza, o no lo intenta al menos, perdió el tiempo en la vida, distorsionó la armonía de su grandeza, dejó de reflejar la luz de su intimidad y evadió el don secreto de la afinidad entre lo supremo y los pensamientos profundos: negó el sentido de su propia historia.
La verdad de la existencia, consiste en descorrer los velos de los misterios e ilustrar el camino de una ilusión personal apta para ascender a la libertad, deshojar, una a una, las margaritas de aquellos instantes que conducen a la majestuosa hidalguía de Ser.