Los problemas que mayor peso tienen en Colombia se alargan día tras día, mientras se debilitan las posibilidades de solucionarlos en forma efectiva. Y no son problemas de menor cuantía, ni hacen parte de las rutinarias dificultades.
Los hay crónicos, agravados por la falta de acción de gobierno.
Es la incapacidad oficial ante situaciones que afectan en forma extrema a los habitantes de la nación.
Están los que se surten desde la corrupción o las políticas trazadas en función de beneficios calculados para unos pocos mientras se excluye a los más con discriminación clasista.
En esta cadena de los problemas hay muchos eslabones candentes.
Uno es el de la violencia que tiene actores de diferentes pelambres: guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes, latifundistas, militares de las Fuerzas Armadas del Estado, disidencias de grupos armados que fueron combatientes y otros descarriados criminales.
Son los victimarios de los líderes sociales, de los defensores de derechos humanos, de los campesinos desplazados, de la población civil indefensa, de las etnias subestimadas, de los marginados sin amparo. A pesar de tantos años de muerte la pasividad ha sido predominante.
Ante el acuerdo de paz con las Farc en el Gobierno de Juan Manuel Santos (2014-2018), sus opositores le siguieron apostando a la guerra, sin importarles la desgracia colectiva.
Y no ceden en esa postura, como si fuera su tesoro. Es lo que ha impedido completar la implementación de lo pactado en La Habana y que representa un alivio histórico en ese vendaval de sangre y fuego que ha dejado 10 millones de víctimas en Colombia.
Otro eslabón ardiente es el de la corrupción. Allí se acumulan los más insólitos desvíos. No es solamente Odebrecht con sus sobornos y demás tráficos desenfrenados. También Agro Ingreso Seguro, ahora en repetición con los negociados financieros de Findeter. Se agregan los negociados con la alimentación escolar, el robo en la ejecución del proyecto de la refinería de Ecopetrol, las contrataciones fraudulentas en obras públicas, las transacciones de los togados de las Cortes en detrimento de la justicia, las turbideces de campañas electorales con sus operaciones fraudulentas. Hay más. En varias entidades oficiales las ayudas a los más necesitados por los efectos del COVID-19 se convirtieron en una rapiña descarada, con aplicación de sobrecostos en las compras para beneficiar el bolsillo de unos traficantes de la picardía.
Los estrépitos por desvíos que comprometen recursos públicos no cesan.
Tampoco faltan los actos desviados que tienen como protagonistas a oficiales de la primera línea de las Fuerzas Armadas de Colombia.
Los desafueros en el manejo de los asuntos de gobierno son recurrentes y no se advierten actos decisivos para erradicarlos. Ni la justicia o las entidades de control ejercen sus funciones conforme debiera ser, por lo cual la cadena de los descarrilamientos de alarga y se recalienta con resonancia.
En esas condiciones la situación del país se vuelve caótica hasta el nivel del colapso, tanto más ahora con la turbulencia de la pandemia que llegó para agudizar los males.
Puntada
Los últimos indicadores sobre desempleo en Colombia son inquietantes. Se requiere mucho acierto en las decisiones que deben tomarse para hacerle frente al problema. No es con discursos floridos ni compasivos. Hay que unir a los diferentes sectores en torno a un plan bien sustentado.
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