Asistimos a la muerte de la vieja política. En el pasado ciclo electoral el cambio iniciado con la Constitución del 91 alcanzó su punto de no retorno; Colombia no se queda atrás en el revolcón político en curso, especialmente en el mundo no anglosajón; es el fin de la era de los partidos políticos, tanto de derecha como de izquierda, como se conocieron desde el siglo XIX, amos y señores del espacio y el quehacer político, con sus estructuras organizativas, una dirección y una disciplina estatuida y un cuerpo de doctrina y de propuestas “oficiales”.
En el escenario en construcción son fundamentales los nuevos sistemas de comunicación interpersonal donde cada ciudadano literalmente tiene un micrófono incorporado y plena libertad para opinar, discutir y, algo terriblemente destructivo, insultar y calumniar. Es un escenario ocupado por ciudadanos tanto de derecha como de izquierda profundamente inconformes e inclusive furiosos con su situación personal y familiar, enfrentados a políticos desprestigiados, faltones, y muchos de ellos simplemente ladrones. El futuro no lejano es de una democracia centrada en ciudadanos activos y esa será la característica principal de la nueva política que está naciendo en Colombia.
Con la desmovilización de las Farc, el país se pudo quitar de encima la cruz de un conflicto interminable que durante sesenta años capturó, por no decir que secuestró la política nacional y permitió que la protesta social y el inconformismo ciudadano fuesen satanizados, calificados de subversivos y por consiguiente de antidemocráticos. En los últimos años la agenda pública había quedado circunscrita a los temas de la guerra. Hoy ya empieza a ampliarse con temas de alguna manera aplazados como son la corrupción, la reforma política y el papel de la oposición, el campo como mucho más que simple escenario físico de la violencia... Gran mérito le corresponde a los Acuerdos que aún sin cumplirse, abrieron espacios y permitieron iniciar el recentramiento, la reformulación de la agenda política.
Álvaro Uribe con todo su poder se resiste a aceptar los cambios en curso, como si Colombia aún enfrentara el dilema guerra - paz; sigue manejando hábilmente las emocionalidades de los ciudadanos, marcadas por el miedo, que imperaron por años en el alma de muchos colombianos. Si con el proceso de paz rompimos una de las amarras con el pasado, encarnada en las Farc, nos falta romper la otra, la de un Álvaro Uribe que se resiste a enterrar el hacha de la guerra que tanto resultado político le ha dado y que fue fundamental para llegar a la negociación de La Habana, pero que hoy entraba el cambio que el país reclama. Parecería que Iván Duque valora la coyuntura de cambio que se nos abre y, a diferencia de su mentor político, podría jugarse en ese sentido. Sería la movida clave para destrabar el cambio político que está pidiendo pista en el país.
Muchos de los votos el domingo pasado fueron de apoyo ciego o de rechazo total a Uribe, expresado en la votación por Gustavo Petro, que no fue solo por sus propuestas. Duque según parece deducirse de su primer discurso como Presidente, y a la gente en principio hay que creerle, quisiera avanzar hacia una reconciliación entre los colombianos en un tono muy distinto al del camorrero que emplea Uribe. De allí que su tarea inmediata y de Iván Duque como presidente sea la de marcar territorio con su poderoso mentor político. El país espera, con escepticismo, la decisión presidencial.