Desde el primer día de mandato el gobierno colombiano decidió que la mejor forma de rechazar al tirano del país vecino consistía en dinamitar las relaciones diplomáticas, consulares y comerciales. También decidió apostar todo en su contra, pensando que, entre más tropezones tuviera aquel en el difícil camino de dirigir un país en medio de una crisis social y económica que ya deja más de seis millones de venezolanos en el mundo, mejoraría su reputación frente a eso que llaman la comunidad internacional. Y llegó a pensar erróneamente que la frontera entre Colombia y Venezuela está compuesta por la delgada línea que trazan los mapas. Después de cuatro años las personas que habitan la frontera padecen las aciagas consecuencias de dos dirigentes que, como en un juego de adolescentes, se la pasaron probando cuál de los dos tenía más fuerza.
Todo inició con el discurso de posesión del 7 de agosto de 2018 en el que se dijo que era necesario rechazar “cualquier forma de dictadura en el continente americano, que la denunciemos y que no tengamos miedo a decir las cosas por su nombre”.
Unos meses después, en noviembre, cuando el tirano de Venezuela ya había ganado unas elecciones que fueron rechazadas por su falta de transparencia y en las que hubo la abstención más alta en la historia del vecino país, el presidente Iván Duque anunció que cuando entrara el nuevo período del dictador no iba “a hacer la pantomima de seguir manteniendo relaciones diplomáticas”. Mientras todo esto sucedía, los puentes seguían cerrados y la frontera absolutamente abierta.
Los tropezones contra el tirano continuaron todos estos años. El 24 de agosto de 2018 el actual dirigente concedió una entrevista al portal BBC Mundo en la que dijo: “Si la dictadura de Venezuela no termina, la migración no se detiene”. En febrero de 2019 vinieron varios artistas al concierto del Puente de Tienditas (un puente sobre el cual nunca ha pasado un bulto de mercancía) y se intentó pasar la ayuda humanitaria en camiones (los únicos camiones que han querido autorizar desde Bogotá para pasar formalmente).
En agosto de ese mismo año, el diario El Mundo de España decía que: “el acoso y el derribo de Nicolás Maduro es una de las grandes apuestas de Iván Duque y un logro que podría rescatar su maltrecha popularidad”. En su apuesta por tumbar al tirano el presidente fracasó estrepitosamente. Pero el gran problema consistió en utilizar a la frontera como plataforma para cumplir sus deseos. Cuando la fiesta terminó, el presidente de Colombia regresó vanidoso a Bogotá y dejó a la frontera en medio de un guayabo colectivo.
La desatención a los consejeros o la mala asesoría en materia de seguridad fronteriza será una de las razones por las cuales se recordará a estos gobiernos en la región. Por causa de ello, el año pasado la Defensoría del Pueblo emitió múltiples alertas tempranas en donde, palabras más palabras menos, se dice que en las zonas de frontera, compartidas por Norte de Santander y Arauca con los Estados Zulia, Táchira y Apure, el poder lo ejercen las autoridades en contados centros urbanos y en el resto, la gobernanza pasa por la fuerza y el despotismo de los grupos armados.
Lo que ocurrió el año pasado en Norte de Santander y lo que está presentándose este año en Arauca es consecuencia de una pésima estrategia de seguridad fronteriza, de la idea absurda de que mientras al dictador le vaya mal Colombia estará mejor. Pero en el fondo está la idea de que la frontera es la delgada línea que trazan los mapas y que las penurias que pasan las personas al otro lado del río nos deben ser indiferentes. Gran equivocación la de ambos gobiernos que jugaron a darse la espalda, desconociendo las antiguas relaciones culturales, comerciales y familiares que unirán siempre a estos pueblos. Se olvidaron que en la frontera, como dice Arturo Charria, basta con levantar la mirada para darse cuenta que nos cubre el mismo cielo, la misma luz y la misma noche.