El jueves pasado, 18 de mayo, se cumplieron 148 años del terremoto que destruyó la pequeña San José de Cúcuta. Corrían las once de la mañana cuando un ruido tenebroso, como salido de las más profundas entrañas de la tierra, paralizó la actividad de todos los pobladores. Después otro sacudimiento, más fuerte todavía, y luego uno tercero, el espantoso y definitivo, con toda la ira de la naturaleza, dejando grietas por todas partes. Fueron quince segundos implacables que dejaron una densa nube de polvo amarillo que al languidecer mostró un paisaje de ruinas, desolación y muerte.
La iglesia, el ayuntamiento, las tiendas, las boticas, las casas, todo se vino al suelo. Los gemidos de dolor y agonía se multiplicaban entre mutilados y malheridos. Las escenas eran dantescas. Don Francisco Azuero, entonces alcalde, quien se había salvado milagrosamente, y un par de años atrás le había dado a la villa la denominación de ‘Perla del Norte’, por su prosperidad y alegría, se encargó de las labores de rescate.
En medio de la consternación y el desconcierto fueron pasando las horas, días y semanas. Las ayudas en medicinas, ropa y alimentos llegaron primeramente de los estados Táchira y Zulia, merced a la extraordinaria colaboración del jefe de frontera, general Bernardo Márquez; y, posteriormente, gracias al liderazgo del presidente del estado soberano de Santander, doctor Aquileo Parra, quien en sentida alocución despertó la beneficencia y solidaridad públicas, y decidió emprender viaje hacia los valles de Cúcuta con médicos y voluntarios para tranquilizar a los sobrevivientes, custodiar las ruinas y adoptar las medidas pertinentes para la excavación de cadáveres y la prevención de epidemias.
De esa atormentada generación, la mitad desapareció. Muchos cucuteños del presente perdimos algún familiar en la tragedia. Cada año, es nuestro deber rendir tributo a esas víctimas que la implacable naturaleza sepultó para siempre. También es obligación preguntarnos, si como cucuteños estamos actualmente a la altura, o si hemos sido inferiores o cómplices por omisión frente a las circunstancias, caracterizadas por la degradación institucional y la descomposición de valores. Al menos, démonos un rato de reflexión y comparémonos con los sobrevivientes del terremoto, que reconstruyeron la ciudad y la impulsaron hacia el progreso.
Nada fue fácil, porque la generación del terremoto vivió dos períodos políticos opuestos: el del Radicalismo Liberal, que gobernó con base en la Constitución de Rionegro y se proyectó hasta la guerra civil de 1885; y, el de la Regeneración, orientado por Núñez y Caro, que identificó la hegemonía conservadora. Cinco terribles guerras civiles de carácter nacional y múltiples insurrecciones regionales son testimonio de la intolerancia de esas décadas.
Aún así, el espíritu de los cucuteños de entonces doblegó las circunstancias para encauzar la ciudad hacia el progreso, con fundamento en la prevalencia del interés general. Los planos se encomendaron al ingeniero don Francisco de Paula Andrade, quien contempló minuciosamente todos los detalles de la nueva ciudad: plazas, escuelas, iglesias, mercados, matadero y oficinas para la municipalidad.
La visión económica quedó en manos de empresarios que, comprendiendo el significado de la cuenca del Catatumbo, pensaron en las embarcaciones de vapor en el río Zulia y el ferrocarril hasta Puerto Villamizar. Esa generación, que estaba pendiente de cualquier avance tecnológico, también nos dio el tranvía, la telefonía y el alumbrado eléctrico, siendo Cúcuta la primera ciudad colombiana en tener bombillas en sus vías. Ese emprendimiento se reflejaba en el civismo y la cultura, con la promoción permanente de obras de infraestructura, y el surgimiento de periódicos y centros artísticos y literarios.
Hace quince décadas la ciudad padeció semejante tragedia. Hoy no nos rodean los efectos de ese cataclismo, pero sí los de un devastador terremoto ético en el manejo de lo público, que ha destruido valores y principios. Como generación digna, levantémonos para protestar en democracia y darle otra oportunidad a la ciudad que nos vio nacer.