Aunque los problemas del país son múltiples y deberían enfrentarse bajo una visión integral, que también comprenda el modelo económico, el de la impunidad y la consecuente inseguridad ciudadana representa uno mayor, reflejo del subdesarrollo que predomina en el sistema judicial. En el día a día, junto al desempleo y el cáncer de la corrupción, es quizás de lo más sensible para la gente. Lo anterior demanda del próximo gobierno, cualquiera sea su ideología, priorizar una profunda reforma a la justicia.
Pero ese no es el tema de estas líneas, que a manera de abrebocas sólo considera cuatro puntos de la temática criminal, en el entendido de que el derecho penal es la rama que mejor recoge las interacciones entre el derecho público y el derecho privado y que, bajo parámetros constitucionales, sólo puede tener como norte el interés general.
Las estadísticas de inseguridad son escalofriantes, comparando décadas. La cultura de las rejas para proteger casas, la proliferación de compañías privadas de vigilancia, y otras formas de justicia privada, legales e ilegales, son prueba de la incapacidad del Estado para garantizar la vida y bienes de los asociados. El derecho de propiedad, en su dimensión privada y pública, es continuamente vulnerado.
Un primer punto concierne a los excesos en las garantías individuales, que no colectivas. Los procesos penales otorgan todo tipo de concesiones al delincuente, permitiendo dilaciones y malabares de abogados, y hasta vencimiento de términos. Llegar a la plena prueba, aún en casos de flagrancia, resulta difícil. En la visión de proteger al individuo, no se defiende a la sociedad. Parece ficción que, ante la congestión carcelaria y el hacinamiento, la respuesta estatal sea categorizar delitos haciendo excarcelables aquéllos de menor impacto. Desde luego hay que garantizar el debido proceso y la defensa del implicado, pero no extirpando las garantías que corresponden a la sociedad, que derivan del principio constitucional de la prevalencia del interés general. La institucionalidad debería entender que Colombia, como enfermo terminal en la materia, no aguanta más este desequilibrio entre garantías individuales y societarias. Una mirada al mundo desarrollado serviría de guía.
El segundo punto se refiere al tratamiento de los menores infractores, que deriva del mismo exceso garantista. La Ley de Infancia y Adolescencia de 2006, tiene aciertos en términos de filosofía del derecho, o sea como deber ser, pero es protuberantemente errática bajo la sociología del derecho, que desnuda la realidad colombiana. La diferencia es abismal en política criminal de menores, sobre todo si observamos el marco normativo de Francia, Rusia, Israel, o Estados Unidos. Se puede respetar el debido proceso del menor, teniendo en cuenta múltiples consideraciones económicas, sociales y sicológicas, pero no rompiendo el equilibrio entre las garantías del individuo y las que corresponden a la sociedad.
Un tercer aspecto gira en torno a los dos conceptos fundamentales de la pena: el castigo y la rehabilitación. Nadie está exento de errar, y una segunda y hasta tercera oportunidad deben otorgarse. Pero en este sentido, con opciones múltiples que la pena contempla para rebajarse, en virtud de estudio, trabajo, buen comportamiento y otras variables, no puede desaparecer el castigo por el delito cometido, porque el mensaje a la sociedad se erosionaría y terminaría incubando más delito. No puede, en consecuencia, romperse el equilibrio entre la pena-castigo y la pena-rehabilitación.
Por último, hay un tipo de inseguridad ciudadana que se vuelve abstracta porque no sentimos el ‘raponazo’ o vemos el cuchillo callejero, pero que es la más detestable de todas, y es la que deriva de la corrupción, verbigracia, el atraco colectivo que padecimos 50 millones de colombianos con los 70 mil millones de pesos del proyecto de internet para las zonas rurales. Con 55 billones de pesos que desaparecen cada año del erario público, sí que es cierto que de lejos deberían prevalecer las garantías societarias sobre las del perfumado delincuente de cuello blanco.
¡Para todos, un próspero y venturoso 2022!