Los frágiles aprendemos que las luces más bonitas se vuelven estrellas y, si cada vez procuramos ser menos malos, más sabios en intimidad, la llamita simple se eleva y se convierte en luminosa eternidad.
Y nos sentimos buenos si nos acogemos a la magia de la ternura, sin superficialidades, cuando asumimos que la humildad y la gratitud son indispensables -y suficientes- para ser dignos del amor de Dios.
Y cuando pecamos oramos para empatar, para hallar en el guiño de María y José una muestra de dulzura, como la de una mariposa que siembra los labios de la flor, o la del día que asciende hacia el olvido nutrido de recuerdos bonitos.
Y entonces entendemos que la enseñanza basada en el temor no es apropiada, porque la fe está cultivada de cotidianidad, y que debemos comportarnos con el orden elemental de ser humanos.
Y tenemos una maravillosa opción, la de rezar en silencio, sin excesos, solos, sin fanatismos ni perfecciones (mejor entre semana), porque hallamos en la meditación esa serena majestad de la renovación.
Y siempre estamos conformes, porque sólo necesitamos arte, lectura y música para construir una fantasía con sueños alargados, para gozar de la cultura a través de un cristal que viaja con el viento, para esperar y aceptar esa vieja costumbre del destino de sorprendernos.
Y, así, una velita se torna avalancha de luz, e ilumina la senda de la esperanza y se empeña en ser un anhelo fulgurante de soledad y de paz interior.