Desde mi infancia estuve familiarizado con reyes y reinas. Me pedía siempre la reina de espadas, que me parecía la más fuerte, la más atrevida, la más buena para la pelea, con su espada larga y brillante, aunque no tan brillante como la de Bolívar, que este año le sirvió al presidente Petro para mostrar su poderío el día de su posesión.
La reina de bastos nunca me gustó porque jamás entendí qué eran los bastos. La de oros me la imaginaba cargada de riquezas y en mi casa éramos muy pobres. La de copas me gustó, pero mucho más tarde cuando el vino se empezó a meter entre canciones y versos.
En casa del nono Cleto siempre hubo una baraja española con la que él nos entretenía a los nietos, antes de que empezaran los cuentos de miedo en los atardeceres. Y allí en el mazo de cartas estaban, sonrientes, los cuatro reyes y las cuatro reinas.
Pero era el 6 de enero cuando veíamos reyes de verdad. Los tres reyes magos se aparecían de pronto en el pueblo, sin saber de dónde llegaban. Llevaban corona real, de amarillo fosforescente, capa de colores brillantes, botines finos y pantalones ajustados. Jamás se dejaron conocer pues llevaban máscara, igual que la reina y los demás disfrazados de la comparsa.
Además de los tres reyes, cargados de oro, incienso y mirra, iba una sota, que portaba la estrella de Belén; una reina, adornada de joyas y velos; una pareja de campesinos, unas parejas de bailarines, un payaso en zancos (todos sabíamos que era “Chapuerca”), unos músicos de guitarra, tiple y bandola, y un diablo feroz, Cachito, al que los muchachos le temíamos, por los golpes que nos daba con una vejiga seca de res.
De modo que crecí familiarizado con reyes. Por eso en la escuela no se me hizo raro el cuento de los reyes católicos en las clases de Historia patria, ni el chisme de que la reina Isabel le daba de todo a Cristóbal Colón para financiarle el viaje en busca de indias. Me gustaban los reyes, pero cuando estudié las guerras de independencia, tomé partido en su contra para liberarnos del yugo español. Así aprendí, textualmente.
En Las Mercedes ayudé a organizar el primer reinado de la simpatía para recoger fondos para la construcción de la iglesia. Perdió mi candidata, Nerys Gómez, pero ganó otra bonita amiga, Fidelina Melo. De modo que con cara yo ganaba y con sello también.
En Chinácota, más tarde, me codeé con auténticas reinas que venían de otros municipios a participar del reinado departamental de la belleza. Eran tiempos buenos para Chinácota y allá se celebraba el certamen para escoger a la reina que nos representaría en Cartagena. ¡Chinácota era una fiesta! Por eso será que dicen que todo tiempo pasado fue mejor.
Cuando La Opinión me enviaba a Cartagena a cubrir (y descubrir) reinas, en el mes de noviembre, yo me sacrificaba y me largaba a recoger información para mi columna: “A la pata de las reinas”.
Hago este recorderis para reiterar que no he sido ajeno al mundo de la realeza. Y como me gustan las reinas (a mi hija Diana la llamo Reina), me dolió la muerte de la reina Isabel. No lloré porque soy macho, pero al rey Carlos le envié un twiter: “Carlitos, viejo amigo, no puedo acompañarte en estos momentos de dolor. Aquí la patria me menesta porque la puerca está que tuerce el rabo. Petro nos quiere colgar de la brocha. Otro día te cuento. Abrazos”.
gusgomar@hotmail.com
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