Sólo en la fábula el amor encuentra el éxtasis, en la ingenuidad, algo así como velar las armas para merecer un beso dibujado en el aire por las princesas y recogerlo con el guante de los caballeros andantes.
El amor es hermoso en los sueños, como un añejo poema sin escribir, una cábala antigua, un coloquio con la melancolía, una memoria bella del vuelo de las mariposas, o el eco de una fantasía brotando de la aurora.
Allí los duendes imaginan travesuras y derriten las emociones en el esplendor de unos ojos bonitos, unos hoyuelos o unas trenzas, o en el rumor de las estrellas azules y los cantos de los marineros con aroma de viento.
El silencio, la poesía y la música -hechos de recuerdos- en una complicidad sospechosa y astuta, siembran de hechizo al corazón, para dejar nostalgias regadas y evocar glorias infinitas.
El amor es la aventura de esperar que el tiempo pasee por sendas de pájaros, o intuir en los compases de la luna el prodigio de su gozo, en un instante fugaz, con el riesgo inevitable de sucumbir ante él.
Cada vez que una suite de violín o un concierto de piano disipan las tinieblas, el cielo arrulla al amor, con esa brevedad muda que cae con las gotas del rocío y decora los prados, con una ternura verde de esperanza.
El amor es una de esas ilusiones espirituales que emanan del universo y se asoman, curiosas, a rastrear las sombras sentimentales de una sonrisa luminosa y anhelarlas, lentamente, deshojando margaritas.