La paz es una ronda de sueños buenos, los cuales ocurren sólo cuando la bondad remoja los sentimientos y el ser humano se consolida en la sinceridad del amor.
Las nostalgias valiosas, la calma, la bondad, el sosiego y los grandes momentos espirituales acrecientan, de inmediato, la aspiración de dignificar el recinto interior y sublimar las virtudes.
El camino es la paciencia; si se sabe recorrer, genera una fortaleza que orienta a la serenidad, al estudio, a ese homenaje del pensamiento a los juicios sabios, una vez despojados de la fragilidad humana.
Las sombras donde se aloja la sensatez cobijan el don mayor, la consciencia sana, donde se dibujan los arreboles más bonitos del tiempo y se hallan los prodigios éticos que antes eran esquivos.
Únicamente con un examen cabal, los valores retornan a su rincón amable, a la ronda del corazón, a la piel del alma, al anhelo pleno de la madurez, ese que custodia la relación entre sentimiento y razón con la esperanza sembrando cada espacio de vida.
Las dimensiones afectivas se tornan consistentes si se aprende a volverlas aliadas, a sembrarlas en la voluntad -y en los actos- con una intención, ojalá ingenua, de concebir decisiones rectas.
Si sumamos el bien de cada uno de nosotros y vamos superando nuestras miserias, habrá una rendija para la tolerancia y un lugar para el olvido, que es mejor que el perdón: lo óptimo, es abdicar la soberbia.