Todo estado social exige construcción de sueños, decía hace muchos años el gran poeta francés Paul Valery, cuando Europa enfrentaba el ascenso de los totalitarismos de derecha e izquierda. La situación de una civilización sin ficciones, sueños, utopías, relatos colectivos, lleva según el psicoanalista Roland Gori en artículo publicado por el diario Liberation, a que personas “acudan a las drogas duras de ideologías fanáticas y fascistas”. Exactamente lo que hoy padece el mundo y Colombia, en su ámbito propio.
En medio de la ramplonería, de un individualismo repentista que desataron las redes sociales y que han barrido con el sentido de lo colectivo, de lo que trasciende, al reducir el mundo a la experiencia del “selfie”, caricatura del valor del individuo y sacralización de lo inmediato, vale la pena no olvidar la doble naturaleza teológica y política del poder de la que hablaba Valery. La tarea de gobernar es ante todo de previsión y de hacer posible que se pueda creer, tener esperanza y decisión para actuar, para comprometerse. Ello requiere gobernantes con la capacidad para mover la opinión con ficciones, como se planteaba al inicio. El discurso político, sobretodo el presidencial, debe tener un alma mística, que le permita llegar y movilizar a las personas. Es la característica común entre un Churchill o un de Gaulle, un Fidel Castro o un Hugo Chávez, un Obama o nuestro Jorge Eliecer Gaitán.
Es sin duda la mayor carencia del proceso de construcción de paz -durante la negociación de los acuerdos entre el gobierno y las Farc y posterior a la firma-, que debía ser, que podía ser, que necesitaba ser nuestro gran sueño colectivo. Un sueño movilizador y transformador, pero desde el principio equivocadamente se le impidió ser el propósito nacional indiscutido, como tenía que haber sido. Se olvidó su esencia política y el tema pasó a convertirse en un debate jurídico, frio y formal, que entre incisos, considerandos y citaciones de legislación nacional e internacional, poco ha aclarado y mucho ha confundido el camino a la paz y a los colombianos que quieren recorrerlo.
El resultado ha sido el desvanecimiento de la naturaleza política del proceso de paz, lo que le interesa y podría movilizar al ciudadano común, mamado con lo actual y que solo quiere que lo convoquen para participar en hacer realidad la búsqueda de un futuro digno, signado por el respeto a los derechos y la garantía de condiciones de vida, de trabajo y de seguridad, conformes con sus expectativas y derechos.
Lo triste y preocupante es que en un momento con tantas posibilidades y desafíos para el país no se oyen sino insultos, resultado de una política dirigida por personas con poder pero sin una visión ni una propuesta de futuro, de un sueño, pero, eso sí, rebosantes de intereses personales; el escenario lo copan sus peleas y golpes bajos que solo les interesan a ellos y en ciertos casos a la justicia. El resultado es una política de alcantarilla que confunde y desanima aún más a un país crecientemente escéptico de que la situación cambie para bien, mientras que espera y necesita otra cosa. Una política bullosa y ramplona en contravía a la reflexión del gran Paul Valery, olvidado como poeta pero más como pensador.