Este título encierra un cartapacio de mentiras. Lo usamos los que nos negamos a envejecer. Los que creemos en el elíxir de la eterna juventud y pensamos que el tiempo no nos hace mella.
Una vez, yo hacía cola en un banco. Cola común y corriente, para todos, sin distingo, sin discriminaciones, sin excepciones. Como debe ser. De pronto se empina la cajera y dice con cara de compasión:
-Allá el señor de la tercera edad, pase adelante, por favor.
Todos miramos hacia atrás, y la verdad no había ningún viejo en la fila. Nadie gachareto. Nadie con bastón. Nadie tembleque. Volví a mirar a la cajera y entonces sentí que me miraba fijamente. Sentí un estremecimiento de pies a cabeza. Un escalofrío. Una fiebre intensa. Un enrojecimiento de mi piel. Le sostuve la mirada –mirada de quinceañero- y de pronto, un metiche, un sapo, un tal por cual, me dijo despectivamente:
-Es con usted, caballero. Que pase adelante.
-¿Yo?
-Sí, es el único de la tercera edad que hay en la fila.
No supe dónde me quedé. Yo, el hijo de José Ángel y Desideria, el nieto de Cleto Ardila, yo, ¿de la tercera edad?
Como una película pasó por mi mente la historia de mi vida: Brincón en mi infancia, lleno de bríos y serenatero en mi juventud, enérgico y hacedor de versos después. Y una empleada de un banco viene a decirme viejo y a tener preferencias conmigo ¿dizque porque soy de la tercera edad y de pronto me desmayo? La miré con rabia, y pensé no atender su invitación a pasar adelante. Pero me dolían la rodillas y la columna pedía una sentadita y el corazón me daba síntomas de taquicardia, de modo que acepté ir de primero en la fila, pero no por viejo.
Llegué a la casa y le conté a mi mujer lo que me había sucedido en el banco. Pensé que se iba a solidarizar conmigo, pero ella, sintiéndose más joven que yo, me dio, entre risas, la estocada final:
-¿Es que no cree que está viejo?
-A mí me han dicho que la que envejece es la cédula –le respondí con voz temblorosa.
-¿La cédula? Vaya mírese al espejo.
Frente al espejo, quedé anonadado. Al que vi allí en el cristal no era yo. Me negaba a creerlo. Calvo, con bolsitas debajo de los párpados inferiores, arrugas alrededor de la boca y de los ojos. Como en la canción, murmuré: “Ese no soy yo”. Comparé la imagen del espejo con mi cédula y vi algunas diferencias, ciertamente notorias. Lleno de cabello, sonriente, mejillas rellenas, piel limpia, orejas sin vellitos , mirada plena de alegría y sin los hombros caídos.
Me di cuenta en ese momento que la cédula no había envejecido. Estaba un poco amarillenta, nada más. No lloré por macho. Y porque mi mamá muchas veces me lo había repetido: “No llore, no sea zoco, los hombres no lloran”. Pero ahora me entró la duda: ¿Será que los viejos sí podemos llorar?
Hasta que un día vi un video de una viejita que declamaba un poema, el que decía más o menos así: ¿Viejo yo? Viejo es el mar y se agiganta. Viejo es el viento y tumba árboles cuando se emberraca. Viejo es el camino y sube montañas y atraviesa páramos y llega lejos. Vieja es la tierra y gira y sigue girando todos los días y nunca se detiene.
Ahí tomé la más grande determinación de mi vida: Yo soy mar, soy viento. Viejito pero sabroso, dicen por ahí.