El terrorismo siempre nos toma por sorpresa. Las naciones tratan de blindarse y aliarse con quienes puedan proteger sus ciudadanos de ataques, pero no es posible evitarlos. Ni París ni Bruselas pudieron ver venir la ferocidad con que se acercaba Daesh, por lo que la tragedia reinó. No voy a referirme al grupo terrorista como ‘Estado islámico’ porque ni es Estado, ni representa la mayoría de las costumbres y tradiciones religiosas del Islam. El nombre Daesh es el adecuado para referirse a este grupo, en tanto que significa ‘el que siembra la discordia’. En dos años de la aparición de esta organización en el plano internacional se han ocasionado 18.880 bajas en Iraq, 30 en Bélgica y 137 en Francia, sin contar que los números de muertes en Siria ascienden con cada día que transcurre la guerra civil.
Las armas lingüísticas y simbólicas que usa este tipo de terrorismo nos alertan y preocupan más que cualquier otra cosa. Si pensamos que antes del 11 de septiembre no había terrorismo, estamos equivocados. Por el contrario, siempre han existido grupos con la pretensión de sembrar el terror. Los Zelotes, en el siglo I, se oponían al dominio romano; los Hashashin, quienes trataban de evitar la llegada de los cruzados a toda costa; los Thugs, del siglo XVII, quienes atemorizaban y mataban en nombre de Kali, diosa de la destrucción; y los Volya, un grupo de terroristas de corte anarquista que impusieron un reinado del terror en la Rusia del siglo XIX. Todos estos existían desde hace mucho pero no nos preocupaban en la medida que tememos al yihadismo.
El terrorismo anterior al 9/11 jamás había desafiado la territorialidad Westfaliana a la que tanto ha estado acostumbrada Occidente. Por el contrario, la territorialidad sólo se vio en peligro durante las guerras mundiales, en donde se enfrentaban un Estado contra otro, mediante las dinámicas propias de guerra simétrica: Los ataques iban dirigidos a objetivos militares, la destrucción era masiva y no simbólica; y dominar espacios geográficos era vital. Cuando culminó el período de guerras, la incertidumbre conquistó el Sistema Internacional y pasó lo que nadie se esperaba: Un ataque a un Estado proveniente de un actor no estatal, Al Qaeda atacó a Estados Unidos. Allí comenzó la era actual del terrorismo, preocupación que encabeza la agenta internacional, y en la cual se practica una guerra asimétrica que no deja millones de muertes, pero sí millones de espectadores petrificados.
Frente al terrorismo actual, lo estamos haciendo todo mal. Los discursos contraterroristas y las políticas de discriminación no solucionarán el problema. La percepción de que los árabes son un riesgo para Europa porque podrían ser parte de la red yihadista es errónea, en tanto que la militancia de Daesh la componen ciudadanos europeos; ciudadanos iguales a Francois Hollande o Angela Merkel.
Las ejecuciones y atentados de Daesh no dejan un número de muertes ni remotamente cercano a las de los enfrentamientos de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, estos ataques son más preocupantes -y encabezan la lista de amenazas a la seguridad internacional- porque van dirigidos hacia la población civil y son parte de una estrategia comunicacional que tiene como objetivo debilitar las estructuras sociales occidentales.
La única respuesta viable ante el terrorismo es la integración. Un grupo tan ambiguo y difícil de leer como Daesh no va a ser derrotado mediante los ataques de Naciones separadas. Solamente el liderazgo y unidad de los Estados podrán derrotar esta amenaza, la cual tiene atemorizado a un continente entero, no por su capacidad de daño, sino por la espectacularidad y simbolismo de sus actos.