Sobre la Calle Martín de los Heros de Madrid, en la puerta de una librería especializada en cine cuelga un pequeño afiche que da la bienvenida a su clientela con la beligerante frase “Que prime una librería antes que un algoritmo”. Una escueta manifestación de desafío que no va a conseguir infundirle el más mínimo temor a Jeff Bezos ni mucho menos doblegar el brazo de Amazon en la pulsa desigual que sostiene contra las librerías del mundo, pero que, justamente por su propia intrascendencia, constituye el más revolucionario de los gestos de la resistencia analógica de las librerías de barrio contra la eficiencia autómata del gigante tecnológico. Una lucha asimétrica en la que David, sin saberlo, parece haber dado con el talón de Aquiles de Goliat: la “sensación de descubrimiento”.
Los lectores más observadores habrán notado el curioso modelo de negocio hacia el que las librerías han girado en la última década, mutando de meras bodegas con estanterías a auténticos centros culturales en los que el lector se sumerge en una experiencia integral que incluye desde cafeterías con baristas profesionales, hasta talleres para todas las edades, encuentros privados con escritores, cursos de escritura creativa y clubes literarios de las más variopintas temáticas.
Sin duda una tendencia enriquecedora pero que no contrarresta directamente las facilidades de comprar con tres clics del ratón e, incluso, sin gastos de envío, siendo allí donde radica la principal ventaja comparativa de las librerías en línea.
Barnes & Noble, la mastodóntica cadena gringa de librerías, plenamente consciente de ello aprovechó las restricciones pandémicas para iniciar una ambiciosa reinvención basada en la “sensación de descubrimiento” que le ha rescatado de lo que parecía una inminente bancarrota. Así pues, apostó fuerte por la única cosa que los sofisticadísimos algoritmos de Amazon no han sido capaces de emular: el encontrar un texto que no se esperaba mientras el lector deambula por los pasillos de una librería.
Aunque parezca un detalle menor, aquella pequeña dosis de dopamina que nos embarga cuando por accidente nos topamos con un libro que en cuestión de segundos nos atrapa al punto de llevarlo a la caja registradora es la gran salvación de las librerías.
Por mucho que las plataformas intenten imitar esta serendipia con secciones como “quienes compraron este libro también compraron…” o “libros seleccionados para ti…”, la librería física sigue teniendo a los dioses del azar de su lado, pues en su local no están subyugados bajo la tiranía del algoritmo y vagan desatados en el universo infinito de la probabilidad estadística.
Yo he sentido su presencia algunas veces, sobre todo en librerías de segunda mano cuyos eclécticos catálogos son la encarnación más hermosa que existe del caos, y aunque hasta hace poco no tenía ni idea de que este fenómeno tenía un nombre científico, hoy vivo convencido de que la “sensación de descubrimiento” es la razón última tras el vicio de entrar una y otra vez a las mismas librerías para explorar los mismos libros, siempre a la espera de aquella diminuta anomalía en el sistema que nos alegre el alma.
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