Todo empezó ocho días antes, cuando mis hijos comenzaron a preparar lo que sería la tarde del triunfo. A medida que se acercaba la fecha, la seguridad de la victoria era total. Limpiaron el patio, arreglaron las sillas cojas, le sacaron lustre al televisor grande y revisaron las instalaciones y el modem.
Hicieron la lista de los amigos y amigas a quienes invitarían, señalándole, eso sí, a cada quien su aporte para la comilona y la bebeta: el trago (preferiblemente whisky pero no de cualquier marca), la carne para el asado, la yuca, el anafre, la gaseosa y la cerveza para el refajo, el carbón…
Mi mujer rebuscó en los armarios la bandera tricolor que ondearía en el patio durante el partido y les arregló las camisetas amarillas a los hijos. Yo no quise quedarme atrás y ofrecí la pólvora para quemar voladores con cada gol que marcara nuestra Selección, pero alguien me hizo caer en cuenta que la pólvora estaba prohibida y había que tener buenos contactos para adquirirla. Como no supe cuáles serían los contactos, no pude comprar recámaras ni voladores, pero mi oferta quedó en pie y me la aceptaron como cuota.
La Selección Colombia de fútbol se jugaba esa tarde la clasificación al Mundial de Catar, por lo que no dudábamos del triunfo, pues sabíamos que nuestros aguerridos futbolistas dejarían hasta el cuero de los guayos en la cancha en aras de la clasificación: El lema era ganar o ganar. Y nosotros, los hinchas, éramos conscientes de eso. De ahí nuestros preparativos. Además éramos locales y el calor echaba chispas en el Metropolitano de Barranquilla, lo cual nos daba una gabela frente a los incas.
Yo nunca fui un jugador destacado de fútbol. En cambio, de los otros deportes, tampoco. Pero me gusta el fútbol para verlo y tengo grandes amigos que fueron o son futbolistas. Y porque me gusta, me sumé al jolgorio de esa tarde. Los invitados llegaron, el cielo estaba esplendoroso y nuestros corazones latían con intensidad y rapidez inusitadas. Cuando vimos a los jugadores en el calentamiento, no nos quedó ninguna duda del triunfo colombiano: Los zigzagueos de James, los cabezazos de Mina, los piques de Cuadrado, la potente pateada de Falcao, los sombreritos de Lucho y las estiradas de Ospina nos alegraron la tarde. Y ahí fue el primer brindis. Yo lo hice con agua y limón, y los demás con whisky, pero en mi vaso también tintineaba el hielo.
A la hora del protocolo, todos de pie, con la mano en el corazón al estilo uribista y con los pelos de punta, cantamos nuestro glorioso e inmarcesible himno nacional. Cuando sonó el silbato, ya íbamos por el tercer brindis y a partir de ese momento mi casa era una fiesta, como en el título de Hemingway.
No nos importó que en el primer tiempo no hubiera goles. Faltaban cuarenta y cinco largos minutos. Pero no llegaron ni los piques de Cuadrado, ni los zigzagueos de James, ni los sombreritos de Lucho, que tal vez andaba más en Liverpool que en Barranquilla. Y ahí empezó el reloj a correr una carrera contra reloj. En el aire sólo se escuchaban madrazos. De pronto mi mujer bajó la bandera. Entonces supe que la derrota había llegado. Ya no hubo más brindis. El hielo no tintineó. Nuestros gritos enmudecieron. Cuando el gol de Perú, los invitados se largaron, sin despedirse. Blanquita, nuestra perrita, y Mirringa, la gata, dejaron a un lado sus desavenencias personales y dieron buena cuenta del asado. Mi casa era una tumba.
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