Uno de los aspectos más cuestionados en Colombia (aparte del plebiscito) en este momento tiene que ver con la reforma tributaria, la cual se viene preparando desde febrero pero todavía no está completa. La Comisión de Expertos ya hizo sus recomendaciones, advertencias, proyecciones y propuestas, el Banco de la República ya hizo cuentas y recibió regaños por doquier, por, supuestamente, haber sido incapaz de anticiparse a las consecuencias del alza del dólar y la caída del precio del petróleo (simultáneamente). Así mismo, ya se dividieron las opiniones y la sociedad colombiana está lista para recibir el golpe. Sin embargo, no dolerá tanto.
La reforma tributaria es obligatoria para compensar los ingresos que el país perdió por parte de la renta petrolera, que significó dejar de ganar 18 billones de pesos en regalías, entre otras cosas, y a la vez, para mantener la calificación por parte de las evaluadoras de riesgo. No importa que la reforma se presente el 3 de octubre, un día después de la votación del plebiscito, o veinte días después, lo importante es que se haga, porque por más de que queramos, la paz no equivale a estabilidad fiscal y tampoco reemplaza la balanza de pagos.
Sólo con el aumento de 3 puntos del IVA (pasando de 16 a 19 por ciento) se recaudarían 6,9 billones de pesos, dinero que sí hace peso dentro del presupuesto y alivia la presión por el gasto social. De igual manera, la reforma estructural tendría un efecto recaudatorio de al menos 2% en el PIB y un efecto paralelo (más importante) en la desaceleración del consumo, que en Colombia se impulsa por el crédito. Así que, no conviene perder la cabeza por 3%, sobre todo, teniendo en cuenta que ya habíamos dado un salto desde el 8% al 16%.
A pesar de que la intervención al IVA resultaría siendo benéfica para la carpeta fiscal del país, no es suficiente, por lo que la reforma tributaria deberá extenderse a campos como el del predial, específicamente teniendo en cuenta las personas que tienen grandes cantidades de tierra improductiva, con lo cual se promovería el desarrollo y la producción rural (aspecto que será clave después del plebiscito). La tarea será lograr que se pase de siete millones de hectáreas sembradas, a veintidós, para que el total de tierras aptas para la agricultura se utilicen de manera eficiente y jalonen el campo.
No obstante, hay un aspecto de la reforma que es incompetente: reducir el impuesto de renta para las empresas. Esto, con el pretexto de aliviar la carga impositiva para estimular la actividad productiva. Lo ideal sería aumentar los beneficios para una fracción empresarial que está olvidada y que tiene mucho potencial: Las actividades lejanas a la minería y la explotación de petróleo. Lo que sí debe cambiar, empezando por la reforma tributaria, es la orientación de la brújula productiva e inversionista, porque, como vimos, el magnetismo de la minería y la explotación petrolera es cada día más débil.
Lo importante de la reforma tributaria es que no hace parte de la batalla política entre Escila y Caribdis (Unidad Nacional y Centro Democrático), sino que es un proyecto netamente fiscal, necesario y doloroso pero prometedor. Pero, no hay que confundirse. Esto no quiere decir que la política no incida en el desarrollo de la misma. Por ejemplo, que ganase el ‘no’ no sólo sería una pesadilla política para sus promotores, como lo fue el Brexit para el Reino Unido, sino una derrota económica y fiscal, porque la incertidumbre se extendería en los mercados internacionales y las calificadoras no verían con buenos ojos a Colombia.
No obstante, lo que sí es claro es que el hueco fiscal que tiene Colombia no lo pueden llenar sólo los ciudadanos (personas naturales y empresas), también lo tienen que llenar los dineros de las Farc, porque el Gobierno tiene el compromiso de invertir 10 billones de pesos en atención a víctimas, desplazados y restitución de tierra. No hay otra opción, y así disguste a Carlos Lozada, habrá que ir por la fortuna de la guerrilla, quien, finalmente, debería ser la encargada de resarcir a sus víctimas.