Lo confieso públicamente y sin rubor: Soy berrietas. Se me encharcan los ojos con una facilidad asombrosa. De alegría. De tristeza. En una despedida. Con un recuerdo. Porque sí. O porque no.
Será porque nací en noviembre, mes de muertos, de tristeza y de lamentos, según dicen algunos. Será porque yo también soy sentimental, según cantaba el pequeño gigante Nelson Ned. Será porque “los hombres lloran como las mujeres, porque tienen débil como ellas el alma”, según El duelo del mayoral, poema que todavía algunos declaman en tertulias.
“No llore, mijo, sea machito”, me decía mi mamá´, de niño. Pero ¡cómo no llorar el día que, jugando en el recreo, me astillaron mi trompo de colores! ¡Cómo no llorar la tarde en que no pude ir a la piñata de un compañerito que cumplía años, porque no tenía regalo para llevar! ¡Cómo no llorar cuando, siendo yo acólito, partí una vinajera en plena misa y el cura se quedó sin vino y yo con la vergüenza enrojecida delante de todos en la misa solemne del domingo!
Crecí con la costumbre de los lloros. Llegué a viejo y aún se me nubla la vista humedecida en una despedida o un alegronazo o una noticia. La semana pasada dijo mi mujer al desayuno: “Cómanse la última hayaca de la temporada”, y me entró nostalgia de los tiempos vividos, y me llegó la pensadera y tuve que limpiarme los ojos con la manga de la camisa.
Porque las hayacas de fin de año, “las de la temporada”, son distintas de las hayacas de los otros meses. Las decembrinas, las de la casa, se hacen con amor, con alegría, con sabor a villancico. Las otras, las de cualquier época, las que no son de temporada navideña, son meramente comerciales. Las navideñas reúnen a la familia y a los vecinos, y hay fiesta alrededor del fogón que se monta en el patio o en la calle. Las otras no conmueven a nadie, no hay invitados, no hay abrazos, ni rumba, ni un traguito, ni una canción. No hay Burrito sabanero, ni Arbolito de navidad que siempre florece el veinticuatro, ni la Billos, ni los Tucusitos. Sólo una olla con tamales y el fuego que se consume de soledad.
La reunión con motivo de las hayacas navideñas dura hasta la madrugada cuando se reparten las primeras, calientitas, sabrosonas como mujer querendona, con fragancia de amistad y guiso de alegría. Son hayacas para compartir: Para la suegra, para la tía, para los primos, para la vecina… En cambio las de mayo y de agosto, las otras, son para vender, para completar lo del recibo de la luz, para pagar la plata que se quedó debiendo de diciembre…
Pero todo tiene su fin. Y las hayacas del 2021 se acabaron. Habrá que esperar a las de finales del 2022 para volver a sentir la alegría del fogón cocinando amistad para repartir a manos llenas. Tal vez lleguemos. Tal vez no. Cualquier cosa puede suceder. Hubo muchos amigos, hermanos del alma, que no alcanzaron a llegar a las hayacas del 2021. Y pensando en ellos fue como se me enlagrimaron los ojos. ¡Tantos que se fueron!
Sin embargo, lo importante ahora es no dejarnos llevar de la tristeza. Prometo ser machito, como me aconsejaba mi mamá, sabiendo que se acabaron las hayacas de la temporada, pero que vendrán muchas más. Este año y otro y otros. Lo que toca es, pase lo que pase, no dejar apagar la llama del amor ni las brasas de la alegría. Así, en diciembre volveremos a tener hayacas sabrosonas.
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