Los sabios nos han enseñado que cultivar lo espontáneo y tupir con calidad los fragmentos sencillos de la vida, es el secreto para envolvernos en esa bondad del tiempo que nos permite asomarnos a las estrellas.
Que es grato ir agregando cosas buenas al recuerdo y coserlas a la memoria, hilando los retazos que salen ilesos del pasado, para irrigarlos con el don sagrado de inspirar nuestra mirada con un paisaje de luz.
Que la belleza nos habla en los azares de la naturaleza, en la lluvia, el mar, los campos plenos de trigales, o en la voz lejana que repica en las noches y se hace lenta -a propósito-, para retener la nostalgia.
Que el pensamiento posee razones para fugarse por una rendija de la fantasía y trepar a las cimas de las montañas, con las ilusiones inscritas en su íntima esperanza de irrumpir en el espacio para sembrarlo de pájaros.
Que, lo que se ve, es transitorio y, lo que no se ve, es eterno y, que una sonrisa cómplice del destino nos dará el tono del porvenir, el valor para continuar, o la hidalguía para retirarnos (que es distinto de huir).
Que el encanto de la felicidad es, precisamente, no tener definición alguna, fluir libre, serena, para ser percibida antes de que las mariposas la delaten en nuestro corazón o algún olvido logre desviarla.
Que uno debe conversar con sus sentimientos, sentirse en paz y presentir el rumor del infinito deshaciéndose en las manos…imitando a las semillas del silencio, o a las flores que lucen colores ingenuos sobre sus pétalos.